En 1621 muere en Madrid el rey Felipe III, y el nuevo monarca, el jovencísimo Felipe IV, favorece a un noble de familia sevillana, aunque nacido en Roma, don Gaspar de Guzmán, conde Olivares -pronto conde duque- que se convertirá de inmediato en el todopoderoso valido del rey. La presencia de Olivares en tal alto puesto movilizó esperanzas e inquietudes en la Sevilla intelectual y artística y fueron muchos los que vieron en ella una posibilidad de medro en el medio cortesano.
Pacheco lo debió entender así de inmediato y procuró que su discípulo y yerno, tentase fortuna en Madrid, donde seguramente sus extraordinarias condiciones no habrían de pasar inadvertidas.
Un primer viaje, en 1622, no parece que produjese los deseados efectos de inmediato, pero sí permitió a Velázquez conocer directamente a gentes de influencia en el medio palaciego y retratar a Góngora por encargo de su suegro, y quizás ver por vez primera las colecciones reales de pintura, que tanto habrían de contribuir, después, a su formación definitiva y a la transformación de su arte.
Pero en el verano de 1623, los buenos oficios de los amigos de Pacheco, y muy especialmente de don Juan de Fonseca, capellán real y antes canónigo de Sevilla, logran que el conde duque le llame a Madrid para retratar al joven rey. El retrato, ecuestre, es celebrado como un prodigio por todos, y se inicia así el proceso de transformación, humana y artística, del pintor sevillano.
Como hombre, Velázquez, en el medio cortesano, en contacto con la alta nobleza que rodea al monarca, se procura liberar de todas las ataduras sociales y económicas, que le habían limitado y constreñido en Sevilla, e inicia un proceso de afirmación personal que le llevará, con lentitud pero de modo casi inexorable -gracias a la confianza y al indudable afecto del rey que sabe granjearse pronto- a la obtención de altos puestos en la vida palatina y al ennoblecimiento que supone la obtención del título de Caballero de Santiago, reservado sólo a los más altos grados de la nobleza de sangre.
Como artista, su situación palaciega resulta también excepcionalmente favorable para su evolución. Ante todo le libera de toda otra clientela que no sea la del soberano. Los trabajos para privados se hacen raros y llegan casi a desaparecer. Recién llegado a Madrid, realiza algunos retratos pagados por particulares al modo normal de cualquier transacción comercial. Pero en lo sucesivo será sólo pintor del rey, procurando olvidar esas actividades de carácter comercial, "bajas y serviles", que suponían de hecho un obstáculo en su ascenso social.
Es muy revelador que desde su llegada a Madrid desapareciese de su producción casi por entero la pintura religiosa, que hubiese sido fatalmente -de continuar en Sevilla- su actividad principal. Pero lo más significativo es, sin duda, su contacto diario y atento con las colecciones reales de España, de riqueza excepcional, especialmente en maestros venecianos. Esa familiaridad va a proyectarse de modo directísimo en la evolución de su estilo personal que va pasando del naturalismo prieto de su época sevillana, a la luminosa sugerencia de sus años maduros, y de las severas gamas terrosas, a los grises platas y los azules transparentes. Además, su privilegiada posición va a permitirle cultivar, a veces, la temática profana (historia, mitología) a la que en raras ocasiones tienen acceso los artistas que trabajan para la clientela monástica y clerical como única posibilidad profesional; y por supuesto, su servicio a la corona va a permitirle algo que también era difícil o al menos nada frecuente a los pintores españoles: el viaje a Italia que le franqueaba el conocimiento directo de cuanto de vivo y fértil se creaba en el país que seguía siendo, sin duda, el crisol de las novedades artísticas europeas.
Evidentemente, todas esas posibilidades encierran una contrapartida. Inmerso en las ocupaciones palaciegas, preocupado sin duda en su ascenso social y en demostrar, prácticamente, que el gran arte que él practicaba era perfectamente compatible con la dignidad y nobleza de la actividad intelectual, su aceptación de cargos palaciegos le obligó a dedicar mucho tiempo a gestiones administrativas, burocráticas o de etiqueta, que limitan su actividad artística y de lo que se lamentaron sus biógrafos desde muy pronto.
Establecido definitivamente en Madrid en 1623, en octubre es ya pintor del rey en la vacante de Rodrigo de Villandrando, fallecido el año anterior. Sabemos de sus sucesivos retratos del rey y del conde duque, en los que se advierte su progresiva asimilación de cuanto ve y estudia. Su extraordinaria capacidad de captar y fijar la individualidad de sus modelos, va matizando sus recursos. En contacto con los retratos de Sánchez Coello, que fundió la objetividad precisa y casi implacable de Antonio Moro con la ligereza luminosa de Tiziano, Velázquez va tanteando su propia fórmula en el género que le será más grato y en el que dejará obras maestras absolutas. Sus enemigos -y debió de tenerlos en abundancia, según se deduce de las fuentes contemporáneas- hicieron de esta maestría causa de hostilidad y menosprecio, diciendo "que toda su habilidad se reducía a saber pintar una cabeza".
Por ello, se ve forzado en estos años a realizar algunas obras de empeño, para demostrar sus capacidades en la invención. Desgraciadamente, no han llegado a nosotros, perdidas en el incendio del Alcázar en 1734, las obras más importantes realizadas por Velázquez en esos primeros años madrileños. Especialmente lamentable es la pérdida de La expulsión de los moriscos, pintado en 1627, en competencia con los restantes pintores del rey (los italianos Carducho y Nardi, y el español, hijo de italiano, Cajés) y unánimemente considerado superior. Conocemos una descripción literaria que permite asegurar que, en él, Velázquez logró desde luego demostrar que sabía hacer algo más que "una cabeza", pues era lienzo ciertamente complejo, fundiendo el relato histórico con la alegoría, al modo de ciertas composiciones complejas flamencas de tradición aún tardomanierista.
De las obras de estos años conservadas, la más significativa es sin duda Los borrachos, cuadro mitológico donde se nos presenta una versión muy personal del tema clásico de La bacanal, o Los adoradores de Baco. Nada más distinto del modo habitual -heroico y sensual- en que sus contemporáneos flamencos (Rubens) o franceses (Poussin) representan este tema, que la manera directa, elemental y casi ruda, con que Velázquez afronta el asunto. De modo análogo a lo que la Contrarreforma había hecho en los asuntos religiosos, el pintor interpreta el mito desde la más rigurosa cotidianidad, y lo que nos ofrece es una reunión de pobres gentes, campesinos rudos y soldados de los Tercios, que en la adoración de Baco-Dionisos (un joven vulgar y apicarado) encuentran remedio simple a sus preocupaciones y angustias. La alegría del vino, tal como de hecho es vivida por tantos desdichados devotos de Baco, se expresa con inmediata fuerza comunicativa.
El lienzo expresa también la transformación que su técnica va sufriendo. Aún perduran modos y gamas de color que se ligan a su etapa sevillana, pero ya el aire libre impone sus luces, y en muchos pormenores la técnica se muestra libre y ligera, cargada de la experiencia de la pintura veneciana.
En 1628 Velázquez conoce a Rubens, que pasa en Madrid casi un año, llegado para gestiones diplomáticas, pero que emplea su tiempo en el estudio y copia de las colecciones del rey de España. El gran maestro flamenco se hallaba en la cumbre de su vigor creativo y en la cima de su prestigio universal. Consta que Velázquez lo acompañó a El Escorial, y es muy probable que los muchos cuadros que Rubens pintó en ese tiempo se hiciesen en el obrador de los pintores de cámara, es decir, ante los ojos deslumbrados del pintor español, que hubo de quedar fuertemente impresionado tanto de la maestría del flamenco -cuya devoción por Tiziano evidentemente compartían- como de su condición de gran señor, aceptada por todos.
Probablemente, y aun con plena conciencia de cuanto separaba sus respectivas sensibilidades, la visita de Rubens fue para Velázquez una de las más ricas experiencias biográficas de esos años madrileños y desde luego la que más le ayudó a ver con claridad lo que necesitaba para completar su formación y redondear su condición de pintor-caballero, a la que tan claramente apuntaba.
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