SEGUNDO VIAJE A ITALIA DE VELÁZQUEZ

 
Si en el primer viaje, el joven artista se unió al séquito del general Ambrosio Spínola, también en esta ocasión y por obvios motivos de comodidad y seguridad, el viaje se realiza con un cortejo oficial: el del duque de Maqueda y Nájera, que iba a Trento para recoger y acompañar a la archiduquesa doña Mariana de Austria, prometida de Felipe IV. La comitiva salió de Madrid en octubre de 1648 y, por Granada, se dirigió a Málaga, donde embarcó en enero de 1649.
 
Velázquez es un hombre ya maduro que acaba de cumplir los 50 años; goza de un puesto importante en la corte y su misión, por encargo expreso del monarca, va a ser la adquisición de obras de arte para la colección real y la contratación de decoradores al fresco. No hay en Italia en este momento, aparte quizá Bernini, ningún artista vivo cuya lección pueda interesarle. Sus intereses van a ir más bien, una vez más, hacia la meditación sobre el pasado. Su vieja devoción a Venecia, que comparte con los artistas todos del Barroco, le ha llevado ya a un punto de perfección técnica, luminosa y vibrante, que no han podido igualar los artistas italianos de su tiempo. El viaje va a suponer, para el maduro artista, el reencuentro con un ambiente de familiaridad con la belleza, de inmersión en la atmósfera casi paganizante de la alegoría mitológica, de un sentido de la libertad que, junto a sus obligaciones de buscar obras de arte para su señor y cierto episodio sentimental recientemente descubierto, van a ir retrasando su retorno, como si se resistiera -pese a los reiterados requerimientos que desde la corte se le hacen-, a abandonar la grata vida de viajero ilustre, cuya libertad señoril contrastaba sin duda con sus constantes, ya veces abrumadoras, obligaciones palaciegas.
 
Llegando a Génova, pasa por Milán, y sin esperar a la archiduquesa, pasa a Venecia, para cumplimentar cuanto antes los encargos reales. El embajador español le pone en contacto con mercaderes y vendedores, y consigue adquirir algunas obras importantes de Veronés y Tintoretto. Su estancia veneciana debió dejar cierto recuerdo en la ciudad pues, años más tarde, un escritor y poeta veneciano, Marco Boschini, recoge en su Carta del Naveggiare pintoresco, el testimonio vivo de la admiración de Velázquez por el arte veneciano, contrapuesto a la tradición del rigor romano: "A Venezia si trova el bel e il bello, Titian e chel che porta la bandiera", son las significativas palabras que pone en boca del maestro, en contraposición a su desdén por Rafael.
 
De allí, por Bolonia, Módena y Parma, va a Florencia, donde no estuvo en su primer viaje, y pasa luego a Roma, desde donde baja a Nápoles para hacer efectivos, en aquel virreinato español, algunos cobros de dinero, allí situados por orden real.
 
En Roma permanece todo el año 1650 y su condición de pintor del rey de España le abre las puertas del Vaticano, donde se le ofrece ocasión de retratar al pontífice Inocencio X -de tradicional política filoespañola- en el portentoso retrato que hoy guarda la colección Doria-Pamphili.
 
Veláquez, que llevaba varios meses sin tomar los pinceles, quiso antes de enfrentarse al pontífice, y tal como relata Palomino: "prevenirse antes en el ejercicio de pintar una cabeza del natural". Su criado-esclavo, Juan de Pareja, que le acompañaba en el viaje, le suministró el modelo y el soberbio retrato pintado en aquella ocasión es, sin duda, una de las obras capitales del pintor. El personaje, mulato, pintor también, posa ante su maestro y dueño, con una fuerza interior y una contenida grandeza, que desborda toda condición servil y se nos muestra con una altiva afirmación de sí mismo? casi desafiante.
 
El lienzo, expuesto en ocasión de la fiesta de San José, sorprendió a la Roma del momento por su excepcional maestría y seguridad, y de inmediato se abrieron para Velázquez las puertas de la Academia de San Lucas y la "dei Virtuosi al Pantheon". Documentos recientemente dados a conocer nos han hecho saber, además, que fue precisamente en Roma donde Velázquez otorgó a Pareja, esclavo hasta entonces, la absoluta libertad el día 23 de noviembre de 1650.
 
El retrato del papa, pintado inmediatamente después que el de Pareja, quizá sea, como tantas veces se ha dicho, el mejor retrato de toda Roma. Velázquez consigue, sin apartarse del esquema tradicional del retrato pontificio, vigente desde tiempos de Rafael, imponer con su técnica y su difícil acorde de colores rojos, algo de deslumbradora novedad. La personalidad cruel, recelosa y en el fondo vulgar, del papa, queda fijada con tan extraordinaria exactitud, que el propio pontífice, al contemplarlo exclamó: "Troppo vero". El retrato, admirado y envidiado, hubo de ejercer una intensa y prolongada influencia en el medio romano, desde Bacciccia a Maratta, y deslumbró a cuantos pintores, italianos o extranjeros, pasaron por Roma en el siglo XVIII. Reynolds, por ejemplo, lo consideraba como la más admirable de las pinturas que había visto.
 
Velázquez gozó en Roma de un prestigio respetuoso, aunque se temen sus gestiones para adquirir obras artísticas para su señor, pues hace valer en algunos casos la influencia política para conseguir, y aun forzar, la adquisición o el regalo, no sin la soterrada oposición de ciertos nobles españoles que sólo ven en su gestión un dispendio desproporcionado a la situación real de España, en plena crisis económica.
 
Junto a las adquisiciones de obras de arte, su otro encargo expreso era el de llevar a Madrid pintores al fresco para completar la decoración del Alcázar. Sus gestiones para comprometer a Pietro de Cortona no dieron fruto, pues el gran maestro no quería en modo alguno dejar Italia. Inició entonces conversaciones con los boloñeses Agostino Mitelli y Michel Angelo Colonna que, mejor dispuestos, concluyen por aceptar la invitación, si bien el viaje no se hizo realidad hasta 1658.
 
Simultáneamente debió realizar una actividad considerable como retratista, pues conocemos algunos de los retratos entonces pintados y sabemos de otros no conservados. Su arte podía, sin duda, ayudarle también a abrir algunas puertas y facilitar su misión
 
Pero también Roma le brindó la ocasión de un episodio recientemente entre descubierto, que pone un tanto de aventura humana y apasionada en su biografía, hasta ahora aparentemente serena, equilibrada y distante.
 
Unos documentos publicados por Jennifer Montagu procedentes de los archivos romanos, nos informan, en 1652, de la existencia de un hijo natural del pintor, de cuya madre nada sabemos. Un episodio amoroso contribuyó, pues, a que Velázquez se hallase en Italia a sus anchas a pesar de las repetidas indicaciones que el rey dirige al embajador español, reclamándole. En una de esas cartas, el rey se refiere a "la flema del pintor" en un tono de amable tolerancia, que refleja, desde luego, la evidente confianza entre ambos. Esa confianza con el rey hace, sin duda, que Velázquez se recree en la libertad y la belleza romanas. Un delicado y bellísimo testimonio de su mirada sobre la vieja ciudad son los dos exquisitos pequeños paisajes de la Villa Medici, que guarda el Prado, y que según ciertas referencias indirectas deben corresponder casi con seguridad a este momento.
 
Durante su primer viaje Velázquez se albergó algún tiempo en aquella villa, propiedad del duque de Toscana. Ahora, pasados veinte años, vuelve a ella y recoge, con lirismo no exento de melancolía, la imagen de aquellos rincones que evocan su primera iluminada juventud. El toque ligero, casi inmaterial, ya impresionista, resulta de una extrema modernidad y libertad y nos acerca, quizás más que cualquier otra obra concluida y elaborada, al "jardín secreto" de su recatada sensibilidad.
 
 
 

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