Velázquez es quizá, y para siempre, la imagen más perfecta del puro pintor, es decir, de quien dotado de una retina portentosa, posee además la mano infalible que detiene la realidad suspensa en un instante de vida fulgurante. El gran poeta Rafael Alberti, al glosar en un hermoso poema la personalidad del maestro sevillano, subraya agudamente:
«En tu mano un cincel
pincel se hubiera vuelto,
pincel, sólo pincel,
pájaro suelto».
pincel se hubiera vuelto,
pincel, sólo pincel,
pájaro suelto».
Luca Giordano llamó "Teología de la Pintura" al lienzo de Las meninas velazqueño. Palomino, que recoge la expresión, apostilla: "queriendo dar a entender que así como la Teología es la superior de las Ciencias, así aquel cuadro era lo superior de la Pintura". Elogios semejantes se han venido repitiendo a lo largo del tiempo y ante otras muchas obras del pintor, desde las perspectivas históricas más diversas y desde las actitudes artísticas más contradictorias.
Velázquez ha sido siempre -hasta la aparición de Goya y de Picasso, con quienes la comparte ahora la cifra y compendio de la pintura española. y se ha subrayado siempre su condición solemne de puro pintor. En el siglo XVIII, Mengs, el "pintor filósofo" y teórico, padre del neoclasicismo más riguroso, hubo de decir del mismo lienzo de Las meninas "que parece no tuvo parte la mano en la ejecución, sino que la pintó con la sola voluntad".
Esa prodigiosa y casi mágica facilidad, que hace fluir sobre el lienzo la pintura con precisión rigurosísima, pero con sorprendente libertad, constituye la fascinación mayor de un artista que no ofrece en modo alguno halagos efectistas al espectador ni imágenes cargadas de resonancias expresivas, fáciles de conectar con el mundo en que vivimos, como sucede con Goya.
Retratista ante todo, conocedor del hombre y sus miserias, penetra hondamente en sus modelos y nos los detiene "salvados", como dijo bellamente Lafuente Ferrari, en lo que tienen de más profundamente personales. Su modo de enfrentarse a reyes y a plebeyos, infantes y bufones, con idéntica y serena actitud se hermana con su prodigiosa capacidad para captar la vida animal y la levísima palpitación del paisaje.
Como se ha repetidamente señalado, Velázquez muestra en toda su actividad un excepcional amor al mundo y a los hombres, y una singular capacidad para hacer vivir sobre las dos dimensiones del lienzo, las realidades todas, traducidas no en términos de objetividad táctil, como la vieja tradición del perspectivismo renacentista se había esforzado en lograr, sino como puras entidades visuales, valiéndose de los recursos de la perspectiva aérea hasta extremos nunca hasta entonces logrados.
El proceso de su evolución artística conduce, desde sus comienzos sevillanos, impregnados de la tradición del naturalismo tenebrista, hasta sus últimas obras donde la desmaterialización se hace extrema y donde, sin embargo, el ojo percibe lo representado como "verdad, no pintura" tal como acertó a decir Palomino.
Paralelamente, Velázquez desarrolla un amplio "iter" biográfico, que lo lleva desde unos orígenes hidalgos, seguramente modestos, a ocupar puestos importantes en la administración palaciega y en el servicio del rey -la ocupación más honrosa a que podía aspirar un español de su tiempo- y a culminar en la obtención de un hábito de nobleza, al ser nombrado caballero de Santiago, la más importante orden caballeresca de España.
Como se ha subrayado, esa doble actividad de artista y cortesano, marca por entero su biografía y se proyecta en su producción, afortunadamente libre de los condicionamientos, limitaciones e incluso imposiciones que habían de sufrir los artistas españoles de su misma época, dependientes casi siempre de la clientela eclesiástica y sometidos a la presión de una sociedad terriblemente limitativa.
Velázquez, gracias a su posición en la corte, se nos presenta en la España cerrada del siglo XVII como un hombre culto, lector de los clásicos y viajero curioso, que se eterniza en sus estancias italianas, hasta forzar al rey a reclamar su regreso, entre disgustado y condescendiente con su "flema", al parecer proverbial.
En una España en la que los pintores apenas habían rebasado el estadio artesanal y donde algunos artistas de evidente calidad técnica fueron analfabetos, Velázquez emerge con una independencia sorprendente. Baste subrayar, para señalar aún más lo peculiar de su situación y carácter, una singularidad extraña: la escasa importancia que el elemento religioso tiene en su producción, especialmente en su madurez.
En el inventario de su rica biblioteca figuran poquísimos libros de devoción, frente a lo que era común en su tiempo entre gentes de su educación y de su significación social. Hay, sin embargo, abundantes libros de matemáticas, de arquitectura, de poesía española e italiana y de historia. En su producción -si se exceptúan los años de su juventud sevillana, en los que hubo de trabajar para la clientela conventual como uno más entre los jóvenes de su generación- los temas religiosos ocupan un puesto bien poco significativo y responden siempre (Cristo crucificado, Coronación de la Virgen, San Antonio Abad y San Pablo ermitaño) a muy concretos encargos reales.
Por supuesto que no cabe pensar en que su actitud sea la de un escéptico en materia religiosa (cosa inconcebible y por supuesto inconfesable en la España de su tiempo), pero sí parece evidente en él, y en contraste con sus contemporáneos, un cierto distanciamiento de la religiosidad convencional, acompañado, sin embargo, de un tono digno y grave de conmiseración hacia las criaturas, de humanidad "moderna" y laica, que le singulariza. Velázquez es, sin embargo -y ello le distingue aún más en el panorama español-, pintor de mitologías, el género culto por excelencia. Es bien significativo el hecho de que una de sus más famosas creaciones, Las hilanderas, creída durante los siglos XVIII y XIX pintura "realista", que representaría simplemente un obrador de tapicería, sea en realidad una compleja fábula con el mito de Palas y Aracne, bella historia procedente de Ovidio, en la que se esconde, sin duda, una severa admonición a quienes se atreven a desafiar la autoridad y el poder.
Pero en ese hermosísimo lienzo, como en otros en los que Velázquez interpreta mitos clásicos, su amor a lo cotidiano, sensible y trascendido, le lleva a vestir de realidad inmediata a los dioses y a los héroes. De modo análogo a lo que el arte de la Contrarreforma católica había hecho al devolver su apariencia más humana a los personajes sagrados, reintegrándolos a una forma de intimidad cotidiana para hacerlos más próximos y accesibles a la veneración y a la identificación afectiva de los fieles, Velázquez humaniza a los dioses del Olimpo y los aproxima también a la compresión de todos, renunciando de modo expreso y consciente al sentimiento y las formas de lo heroico y de lo olímpico.
Velázquez es, sin duda, un artista de lo inmediato. Puede resultar, en apariencia, fácil y directo. Pero su aparente realismo, es de estirpe bien distinta de los naturalismos decimonónicos, de los cuales se le ha querido, a veces, considerar precedente y con cuya óptica ha sido con frecuencia juzgado.
Como hijo de su tiempo, el gran siglo barroco, el arte de Velázquez, en su aparente inmediatez y claridad, guarda un crecido número de enigmas. Las múltiples, complejas y a veces cabalísticas interpretaciones que en los últimos años se han dado a algunas de sus obras más famosas -Las meninas, Las hilanderas, e incluso algunos de sus bodegones juveniles- muestran la riqueza, complejidad y multiplicidad de lecturas que permite. Como los poetas del conceptismo, sus contemporáneos estrictos, nuestro pintor juega con su pensamiento y lo adelgaza en agudezas, de aparente transparencia. Ciertamente el pintor es, ante todo, un ojo que mira con prodigiosa profundidad y una mano que traza con seguridad y precisión asombrosas. Pero al servicio de una inteligencia, cuya silenciosa reserva y cuyo distanciamiento meditativo impone su misterio.
Velázquez ha sido siempre -hasta la aparición de Goya y de Picasso, con quienes la comparte ahora la cifra y compendio de la pintura española. y se ha subrayado siempre su condición solemne de puro pintor. En el siglo XVIII, Mengs, el "pintor filósofo" y teórico, padre del neoclasicismo más riguroso, hubo de decir del mismo lienzo de Las meninas "que parece no tuvo parte la mano en la ejecución, sino que la pintó con la sola voluntad".
Esa prodigiosa y casi mágica facilidad, que hace fluir sobre el lienzo la pintura con precisión rigurosísima, pero con sorprendente libertad, constituye la fascinación mayor de un artista que no ofrece en modo alguno halagos efectistas al espectador ni imágenes cargadas de resonancias expresivas, fáciles de conectar con el mundo en que vivimos, como sucede con Goya.
Retratista ante todo, conocedor del hombre y sus miserias, penetra hondamente en sus modelos y nos los detiene "salvados", como dijo bellamente Lafuente Ferrari, en lo que tienen de más profundamente personales. Su modo de enfrentarse a reyes y a plebeyos, infantes y bufones, con idéntica y serena actitud se hermana con su prodigiosa capacidad para captar la vida animal y la levísima palpitación del paisaje.
Como se ha repetidamente señalado, Velázquez muestra en toda su actividad un excepcional amor al mundo y a los hombres, y una singular capacidad para hacer vivir sobre las dos dimensiones del lienzo, las realidades todas, traducidas no en términos de objetividad táctil, como la vieja tradición del perspectivismo renacentista se había esforzado en lograr, sino como puras entidades visuales, valiéndose de los recursos de la perspectiva aérea hasta extremos nunca hasta entonces logrados.
El proceso de su evolución artística conduce, desde sus comienzos sevillanos, impregnados de la tradición del naturalismo tenebrista, hasta sus últimas obras donde la desmaterialización se hace extrema y donde, sin embargo, el ojo percibe lo representado como "verdad, no pintura" tal como acertó a decir Palomino.
Paralelamente, Velázquez desarrolla un amplio "iter" biográfico, que lo lleva desde unos orígenes hidalgos, seguramente modestos, a ocupar puestos importantes en la administración palaciega y en el servicio del rey -la ocupación más honrosa a que podía aspirar un español de su tiempo- y a culminar en la obtención de un hábito de nobleza, al ser nombrado caballero de Santiago, la más importante orden caballeresca de España.
Como se ha subrayado, esa doble actividad de artista y cortesano, marca por entero su biografía y se proyecta en su producción, afortunadamente libre de los condicionamientos, limitaciones e incluso imposiciones que habían de sufrir los artistas españoles de su misma época, dependientes casi siempre de la clientela eclesiástica y sometidos a la presión de una sociedad terriblemente limitativa.
Velázquez, gracias a su posición en la corte, se nos presenta en la España cerrada del siglo XVII como un hombre culto, lector de los clásicos y viajero curioso, que se eterniza en sus estancias italianas, hasta forzar al rey a reclamar su regreso, entre disgustado y condescendiente con su "flema", al parecer proverbial.
En una España en la que los pintores apenas habían rebasado el estadio artesanal y donde algunos artistas de evidente calidad técnica fueron analfabetos, Velázquez emerge con una independencia sorprendente. Baste subrayar, para señalar aún más lo peculiar de su situación y carácter, una singularidad extraña: la escasa importancia que el elemento religioso tiene en su producción, especialmente en su madurez.
En el inventario de su rica biblioteca figuran poquísimos libros de devoción, frente a lo que era común en su tiempo entre gentes de su educación y de su significación social. Hay, sin embargo, abundantes libros de matemáticas, de arquitectura, de poesía española e italiana y de historia. En su producción -si se exceptúan los años de su juventud sevillana, en los que hubo de trabajar para la clientela conventual como uno más entre los jóvenes de su generación- los temas religiosos ocupan un puesto bien poco significativo y responden siempre (Cristo crucificado, Coronación de la Virgen, San Antonio Abad y San Pablo ermitaño) a muy concretos encargos reales.
Por supuesto que no cabe pensar en que su actitud sea la de un escéptico en materia religiosa (cosa inconcebible y por supuesto inconfesable en la España de su tiempo), pero sí parece evidente en él, y en contraste con sus contemporáneos, un cierto distanciamiento de la religiosidad convencional, acompañado, sin embargo, de un tono digno y grave de conmiseración hacia las criaturas, de humanidad "moderna" y laica, que le singulariza. Velázquez es, sin embargo -y ello le distingue aún más en el panorama español-, pintor de mitologías, el género culto por excelencia. Es bien significativo el hecho de que una de sus más famosas creaciones, Las hilanderas, creída durante los siglos XVIII y XIX pintura "realista", que representaría simplemente un obrador de tapicería, sea en realidad una compleja fábula con el mito de Palas y Aracne, bella historia procedente de Ovidio, en la que se esconde, sin duda, una severa admonición a quienes se atreven a desafiar la autoridad y el poder.
Pero en ese hermosísimo lienzo, como en otros en los que Velázquez interpreta mitos clásicos, su amor a lo cotidiano, sensible y trascendido, le lleva a vestir de realidad inmediata a los dioses y a los héroes. De modo análogo a lo que el arte de la Contrarreforma católica había hecho al devolver su apariencia más humana a los personajes sagrados, reintegrándolos a una forma de intimidad cotidiana para hacerlos más próximos y accesibles a la veneración y a la identificación afectiva de los fieles, Velázquez humaniza a los dioses del Olimpo y los aproxima también a la compresión de todos, renunciando de modo expreso y consciente al sentimiento y las formas de lo heroico y de lo olímpico.
Velázquez es, sin duda, un artista de lo inmediato. Puede resultar, en apariencia, fácil y directo. Pero su aparente realismo, es de estirpe bien distinta de los naturalismos decimonónicos, de los cuales se le ha querido, a veces, considerar precedente y con cuya óptica ha sido con frecuencia juzgado.
Como hijo de su tiempo, el gran siglo barroco, el arte de Velázquez, en su aparente inmediatez y claridad, guarda un crecido número de enigmas. Las múltiples, complejas y a veces cabalísticas interpretaciones que en los últimos años se han dado a algunas de sus obras más famosas -Las meninas, Las hilanderas, e incluso algunos de sus bodegones juveniles- muestran la riqueza, complejidad y multiplicidad de lecturas que permite. Como los poetas del conceptismo, sus contemporáneos estrictos, nuestro pintor juega con su pensamiento y lo adelgaza en agudezas, de aparente transparencia. Ciertamente el pintor es, ante todo, un ojo que mira con prodigiosa profundidad y una mano que traza con seguridad y precisión asombrosas. Pero al servicio de una inteligencia, cuya silenciosa reserva y cuyo distanciamiento meditativo impone su misterio.
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