El regreso de Velázquez a Madrid se produce en junio de 1651, es decir, más de dos años después de su partida y más de uno después de las primeras reclamaciones reales.
Ya en la corte, continúa los trabajos para la decoración del Alcázar, razón primera de su viaje. Las pinturas y esculturas que trae consigo complacen extraordinariamente al rey, que en 1652, anteponiéndolo a otros personajes de la corte, propuestos en primer lugar por el Consejo real, le nombra Aposentador mayor de palacio, cargo de suma responsabilidad, que le inserta aún más en la vida cortesana, pero que de hecho limita extraordinariamente el tiempo que puede dedicar a la pintura. Ha de ocuparse de la vida cotidiana de palacio, al modo de un mayordomo o intendente, atender a los viajes y desplazamientos del rey y de la corte, disponiendo los sucesivos alojamientos, ropas y vajillas, y ha de ordenar las decoraciones y el ceremonial protocolario de cualquier presencia real fuera de palacio, desde la decoración de una iglesia donde los reyes hayan de asistir a una festividad religiosa, hasta la disposición de los balcones o tribunas desde las que hayan de presenciar un festejo profano.
Para decorar una de las salas del Alcázar, cuya decoración se le ha encomendado, pinta cuatro lienzos mitológicos, tres de los cuales (Venus y Adonis, Psiquis y Cupido, Apolo y Marsias) se han perdido. El cuarto, por fortuna conservado, es el Mercurio y Argos, obra maestra, de pincelada casi inmaterial y gama de color en grises y malvas refinadísimos, que hace lamentar aún más la pérdida de sus compañeros.
Sin duda, su estancia italiana le había hecho revivir el gusto por el lenguaje de la fábula clásica, que se le imponía, palpitando a su alrededor en cuantos palacios visitaba, aparte sus gestiones para adquirir obras de arte. De hecho, en la figura del pastor Argos, dormido, vencido del cansancio, se advierte, aunque interpretado con una admirable realidad de vida sorprendida el eco muy directo de la escultura clásica del galo moribundo, que hubo de ver en el Capitolio romano.
En cierta relación con estos lienzos, aunque su fecha permanezca imprecisa y controvertida y quizá responda -como a veces se ha dicho- al momento inmediatamente anterior al segundo viaje a Italia, están dos de las obras capitales del autor, en las que culminan su devoción a la fábula antigua y su personalísimo modo de entenderla e interpretarla. Se trata de La Venus del espejo, hoy en Londres, y Las hilanderas o Fábula de Aracne del Prado. En la primera, pintada para un poderoso noble, el marqués de Reliche, hijo de don Luis de Haro, sucesor del conde duque de Olivares, en el favor real, el desnudo femenino, siempre excepcional en el arte español, se brinda con gozosa plenitud. La lección de Tiziano es por supuesto decisiva en la concepción misma del lienzo, así como el conocimiento del mundo flamenco de Rubens. Pero Velázquez sustituye la rotundidez clásica del primero o la cálida sensualidad del segundo por una nerviosa vitalidad, y una vibración de gracilidad juvenil enteramente nuevas.
En la Fábula de Aracne -pintada también para un coleccionista privado, integrada luego en las colecciones reales, a comienzos del siglo XVIII y restaurada y ampliada en el incendio de 1734- tenemos quizá la más interesante afirmación de su actitud frente a la mitología. Como en los cuadros de su juventud, en los que el tema religioso se relega al último término con una voluntaria ambigüedad, y el primer plano se interpretaba en los términos concretísimos del cuadro de género o de bodegón, aquí también la acción principal (el momento en que Minerva anatematiza a la joven Aracne, que se ha atrevido a desafiarla a tejer, convirtiéndola en araña ante el tapiz en que ha representado el Rapto de Europa) se desplaza al fondo, luminoso, pero ambiguo en su tratamiento. En el primer término nos presenta un taller de hilanderas y tejedoras en toda la inmediata y directa realidad cotidiana de los ovillos de lana y las devanaderas, el girar de la rueda del torno de hilar, e incluso el gato semidormido entre los vellones caídos. No puede sorprender que durante mucho tiempo -hasta 1947se haya interpretado esta obra maestra, con mentalidad realista, positiva y burguesa, de cuadro de género, como una simple "instantánea" del obrador de hilanderas de la fábrica real de tapices de Santa Isabel.
El cuadro es, sin duda, una de las composiciones más sabias, más complejas y más enigmáticas de su autor. En la contraposición de las actitudes de las dos figuras del primer término señaló Angulo el eco de dos de los ignudi de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, que sabemos fue atentamente estudiada por Velázquez en su primer viaje a Italia. En el tapiz del fondo hay un fervoroso homenaje a Tiziano, cuyo Rapto de Europa se utiliza de modo bien adivinable. En el temblor luminoso, en la silenciosa melancolía de la historia toda, en la sutil vibración del aire, donde parece respirarse el polvillo dorado de la lana, está íntegro lo más personal e inaprensible de la sensibilidad del artista.
Formando parte, sin duda, de sus obligaciones palaciegas se le encomienda en 1656 la instalación en El Escorial de algunos lienzos de los traídos de Italia y de los comprados en la almoneda organizada por Cromwell con los lienzos que habían pertenecido al decapitado rey Carlos I de Inglaterra. Velázquez se muestra en esta ocasión como un cuidadoso museólogo, llegando incluso a redactar una memoria descriptiva, hoy perdida, de la que se ha creído encontrar ecos en las páginas de las sucesivas Descripciones de El Escorial, que escribió el padre Santos, prior del convento, a partir de 1658.
Ese año de 1656 es también el de la realización de la que todos reconocemos por su obra maestra y tal vez de toda la historia de la pintura: Las meninas, como se la conoce desde el pasado siglo, o La familia, tal como se le conoció en su tiempo. Culmina en este lienzo portentoso la doble actitud del genial artista que junta la verdad inmediata de lo visivo y el enigma de lo intelectual; la realidad, de apariencia simple, como una cosa sorprendida al azar, y la compleja elaboración mental que obliga a plantear el cuadro, cuando se le examina atentamente, como un enigma que hay que resolver.
El famoso lienzo muestra a la infanta Margarita rodeada de sus "meninas" -damas jóvenes de la nobleza que la atienden-, sus servidores, sus enanos y bufones (la Maribárbola, monstruosa, o el joven Pertusato que hostiga al enorme mastín en reposo), en el escenario de grave austeridad de un salón palaciego, a cuyo fondo se abre una puerta que da a una escalera por la que vemos la silueta a contraluz de un caballero cuyo nombre, don José Nieto, se nos ha conservado también. Velázquez mismo está pintando un enorme lienzo del que vemos la parte superior y, pincel en mano, parece interrogar con la mirada al espectador, como si éste fuese lo que va a recoger en el lienzo que pinta. La clave la suministra un espejo con grueso marco de ébano, que aparece en el muro del fondo. En él se reflejan, imprecisas en la plateada superficie, las efigies del rey y de la reina. Son, sin duda, ellos lo que Velázquez pinta en tan ostentosa y respetuosa actitud; son ellos los verdaderos protagonistas de la composición y los que la dotan de un sentido, pues probablemente hay en el lienzo una intención simbólica que presenta a la infanta -en aquellos momentos heredera de la corona (por la falta de hermano varón, y por la renuncia obligada de su hermana mayor, prometida al rey de Francia)- en una especie de homenaje de pleitesía, como jura anticipada de sus derechos a la corona.
Pero todo esto se sugiere apenas en una penumbra dorada del salón, en el ámbito donde la captación del "aire ambiente" ha llegado a la más suprema perfección, pues por el pavimento -del que ha desaparecido toda referencia lineal que facilitase los efectos de perspectiva como aún había usado el pintor en La túnica de José- puede, como dice Palomino, caminarse, y las gradaciones luminosas, los planos de luz que el aire intercepta, sugieren el espacio, la distancia y el ámbito concreto con veracidad deslumbradora.
Velázquez ha conseguido formular lo que quizás sea la definición misma de la pura pintura: sustituir la realidad por un reflejo, y hacer que éste, sin renunciar a la condición fantasmal, a su calidad de imagen y de apariencia, nos resulte tanto o más verdad que la realidad misma.
En estos últimos años de su vida, en los que su actividad palaciega hubo de reducir bastante su labor de pintor -encomendaba a su yerno Mazo la repetición de retratos más o menos oficiales- hubo, sin embargo, de realizar algunos retratos maravillosos en los que el proceso de desmaterialización de su pincelada alcanza la suprema maestría.
Especialmente significativos son la serie de retratos de los infantes, conservados hoy en Viena, donde su refinamiento al reflejar la gracia infantil logra su máxima exquisitez. Sus modelos obligados son la infanta María Teresa, ya adolescente; la infanta Margarita, protagonista de Las meninas, en imágenes que la recogen desde sus tres años hasta los ocho apenas cumplidos que parece mostrar en el bellísimo retrato con traje azul, y Felipe Próspero, el infante malogrado, con su perrillo. Pero él sabe hacer de ese mundo cortesano un pretexto para volcarse en su personalísima creación, donde el desdén por la precisión del entorno, y el gusto por el color puro, interpretado en sutilísimas variaciones casi musicales, parecen ser su única razón de ser. Pero conocedor siempre excepcional, de la condición humana, logra simultáneamente transmitirnos toda la emocionada gravedad melancólica, que envuelve a esos niños reales, precozmente ajados por la rigurosa etiqueta, la mala salud y la dramática tensión de la historia, de tal modo que su profunda verdad humana se nos hace poéticamente presente, transfigurada en pura pintura, envolviéndonos en un acorde de misteriosa vibración.
Junto a esas temblorosas imágenes infantiles, prodigio de refinados efectos de color, ha dejado también imágenes inolvidables de la joven reina doña Mariana, posando con grave compostura ante los pesados cortinajes centelleantes de oros, o del rostro, cada día más marchito, blando y dolorido del rey, en amargo declive de ilusiones, pero severo y digno siempre en la gravedad de su negro ropaje, apenas animado a veces por el toque vibrante de la cadena de oro, que sostiene el Toisón, tal como aparece en el emocionante retrato de Londres. Una carta del rey fechada en 1653 y publicada recientemente nos dice, con cierta melancólica amargura, cómo Felipe IV temía el testimonio terrible de los años. En carta a sor Luisa Magdalena de Jesús, que había sido condesa de Paredes yaya de la infanta María Teresa (y que se hizo monja carmelita en el convento de Malagón, abandonando la corte), el rey afirma textualmente que "hace nueve años que no se ha hecho ninguno [retrato suyo] y no me inclino a pasar por la flema de Velázquez, así por ella, como por no verme ir envejeciendo".
Estos retratos, pues, en los que hubo de aceptar la lentitud flemática del pintor, que testificaba la decadencia física del monarca serán, pues, posteriores a esa fecha de 1653 y casi seguramente de hacia 1656. Este monarca envejecido y entristado hará culminar -por personalísima decisión y en contra del Consejo de Órdenes que no creía suficientemente probadas la "nobleza y calidades" del pintor- los deseos de ennoblecimiento que Velázquez ha ido madurando durante su larga carrera palaciega. Ya en ocasión de su segundo viaje a Italia el pintor había hecho saber, a través de sus contactos con la alta curia romana, su deseo de obtener un título de nobleza o al menos el ingreso en una Orden de caballería.
Por fin, en 1659 y no sin vencer dificultades, consigue que el soberano obtenga del Papa una bula especial que le dispense de las enojosas pruebas negativas, siendo nombrado caballero de Santiago. Culmina así su lento y seguro ascenso en la vida social española, uniendo a la maestría de los pinceles, llegada a la culminación en las obras de esos años, la realización de una aspiración que ha movido seguramente su comportamiento a lo largo de su vida entera y ha condicionado quizá muchas de sus actitudes, que pueden parecer a veces difíciles de explicar.
En los largos expedientes de las pruebas para testimoniar la nobleza de su familia, encontramos los testimonios, falsos, de algunos artistas que le conocían bien y que no dudaron en mentir respecto a cuestiones tales como el haber sido examinado como pintor, o haber tenido taller para vender pintura, cuestiones "bajas y de servil condición", que impedían el acceso a la nobleza. Alonso Cano, Zurbarán, Carreño de Miranda y otros artistas, así como algunos de los personajes con quienes convive en palacio, testifican a su favor con la decidida voluntad de favorecerle y obtener así quizás alguna forma de estima y provecho.
No deja de ser curioso que Velázquez, muy consciente de su valer, pero muy celoso también de su papel cortesano y de la dignidad de la pintura, procure evitar los competidores de origen menos digno. Cuando se van produciendo vacantes en la nómina de los pintores de cámara, nada hace para que se cubran y procura reinar solo. Es significativo que, salvo el italiano Angelo Nardi, que le sobrevive y de cuya modesta personalidad artística y humana nada podía temer, tras la muerte de Cajés (1635) y de Carducho (1638) el único artista que obtiene puesto de pintor de cámara es Juan Bautista Martínez del Mazo, que en 1633 había casado con su hija primogénita y permaneció siempre fiel al estilo de su suegro, siendo, hoy mismo, apenas una sombra del maestro.
Tras su nombramiento como caballero, su actividad cortesana culmina en su importante y directa participación en la ceremonia de la entrega de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, a su prometido el rey Luis XIV de Francia, celebrada en la isla de los Faisanes, sobre el río Bidasoa, en junio de 1660 y con la que se sellaba la Paz de los Pirineos entre Francia y España, que ponía fin a una larga guerra.
La ceremonia, de importancia política y simbólica excepcional, fue enteramente ordenada y dispuesta por Velázquez en su condición de aposentador mayor. El pintor, asistió a ella -según se complacieron en describir sus primeros biógrafos-, con galas palaciegas de subido valor. Era, sin duda, su definitiva consagración.
A su regreso a Madrid, tras una rápida enfermedad, falleció el 6 de agosto de ese año de 1660. Siete días después murió también su esposa, la hija de Pacheco, que tan silenciosamente le había acompañado. El inventario de sus bienes, redactado pocos días después, informa detalladamente de su tono de vida, ciertamente acomodado, con lujos no frecuentes en la España de su tiempo y desde luego excepcionales en un pintor. Su biblioteca estaba muy bien provista de libros de teoría arquitectónica, de matemáticas, de astronomía y astrología, filosofía e historia antigua y bastantes obras poéticas en español, italiano y latín. Sorprendentemente, como ya hemos indicado, son muy escasos los libros religiosos.
Una acusación de sus enemigos -evidentemente muchos y poderosos- puso sus bienes bajo secuestro, con el pretexto de una defraudación a la corona en el ejercicio de su oficio. La investigación abierta le demostró exento de toda culpa. Su biógrafo Palomino alude a estas acusaciones, que la investigación documental ha confirmado, con estas palabras: " Aun después de muerto le persiguió la envidia, de suerte que habiendo intentado algunos malévolos destituirle la gracia de su Soberano con algunas calumnias siniestramente impuestas, fue necesario que don Gaspar de Fuensalida, por amigo, por testamentario y por el oficio de Grefier, satisfaciese algunos cargos en audiencia particular con Su Magestad asegurándola de la fidelidad y legalidad de Velázquez y la rectitud de su proceder en todo; a lo cual respondió Su Magestad: 'Creo muy bien lo que me decis de Velázquez, porque era bien entendido' ".
Tal es, brevemente expuesta, la peripecia vital y artística del gran maestro. Advertimos en él, ante todo, su "flema", a la que repetidas veces se refieren sus contemporáneos. Esa flema refleja su tranquilo continente, su altiva superioridad que le distancia del tráfago cotidiano, pero que unidos a su profundo conocimiento del corazón humano y de las vanidades y miserias de la vida cortesana, le permiten utilizarlas en su beneficio, con su evidente deseo de ascenso social y de afirmación de la calidad moral de su arte.
Nada o casi nada se transparenta de su vida privada, que permanece distante y casi secreta, salvo el episodio amoroso que entrevemos en su viaje a Italia y la preocupación por la carrera profesional y social de su yerno que culmina luego en el matrimonio noble de sus nietos.
Pero su devoción a Italia, su resistencia a volver, a pesar de los requerimientos de su rey, el episodio apuntado y el melancólico lirismo de sus paisajes de la Villa Médicis, nos permiten quizá entrever una contenida reserva ante la disciplina rigorista del vivir español. Como para Cervantes, que en alguna ocasión evocaría "la libre vida de Italia", Velázquez vio -y vivió- en la Italia deseada, un horizonte diverso, unas gozosas posibilidades artísticas y humanas. Si en la plenitud vital de los treinta años, halló en ella otros modelos y otros estímulos artísticos, en la madurez serena de la cincuentena, vivió allí con gozosa intensidad, la evocación de un bello tiempo pasado, el ardor de unos últimos fuegos y el paladeo, señorial y reservado, de la belleza de los seres y las cosas que su pincel se dignaba, en ocasiones, recoger sobre la superficie del lienzo, con el "roce fugaz de un ala perdurable", como tan bellamente acertó a decir, una vez más, Alberti.

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