Felipe IV, a Caballo.
Lienzo 301 x 314 cm.
Procedencia: En el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro entre 1637 y 1701. Se registra en el Palacio Real en los inventarios de 1734, 1772, 1794 y 1814.
Este cuadro, enteramente pintado por Velázquez para la decoración del Salón de Reinos del Buen Retiro, es una de las mejores obras del artista, muy superior a los demás de este grupo ecuestre, incluido el bellísimo de Baltasar Carlos [cm 40], que no alcanza esta sublime y serena majestad, con un toque de melancolía, ni una ejecución transparente que parece tan insuperable que no pudiera ser otra, milagrosa “instantánea” de algo visto. A este respecto no estará de más recordar que este jinete y su airoso corcel sumergidos en la atmósfera plateada de las cercanías de Madrid, son fruto de una triple conjunción: de una cabeza, posiblemente pintada del natural, de un corcel estudiado en el picadero, que no puede alzarse de manos (en postura ecuestre de levade o corveta) más que unos pocos segundos; y de un paisaje que, estudiado ya desde una ventana del Alcázar, ya de un paseo del artista del que no nos ha dejado pruebas, sirve, no de “telón de fondo” ‘(impresión de que no se libran siquiera Rubens o Van Dyck), sino de ambientación entera de este cuadro, anacrónicamente “plenairista”.
A esas tres fuentes se añade la de la armadura y traje, colocados en una percha en el taller: como vemos en un cuadro de Mazo (La familia del pintor; en el Kunsthistorisches Museum de Viena), Velázquez no necesitaba la presencia del modelo para ejecutar un retrato.
El cuidado, disimulado por el pintor, con que realiza este cuadro se revela en las correcciones (pentimenti), que casi nos parecen superfluas al carecer de su exigente sensibilidad, en la cabeza, busto y pierna del rey y en las patas traseras y cola del caballo. Las manos y patas delanteras, alzadas en la postura que llamaban “en chanzas”, y el morro, con sus manchas blancas recortándose vivamente sobre el fondo, lo alejan asombrosamente, y, unidas a la exquisita identidad de los tonos de árboles, sierra y cielo, hacen de esta obra una de las más logradas en expresar lo que suele llamarse “tercera dimensión”. Lo lejos (como se decía en la época) está, realmente, lejos. Este asombroso efecto protoimpresionista está conseguido, dos siglos antes del Impresionismo, en un extraordinario trabajo de taller, de que Velázquez (cuidadoso siempre de no dejar rastros de su trabajo manual) parece liberado, por gracia divina.
Tampoco el regio modelo deja adivinar sus sentimientos, en su semidivina calma. Sólo el caballo, pese a su postura formalista, derivada de los manuales de equitación (como el de Pluvinel, dedicado a Luis XIII de Francia), expresa la fuerza y la inquietud en sus ojos de loco, y en las espumillas o babas que caen de su boca.
La fecha de este cuadro se discute. Para el catálogo del Museo será de hacia 1636. Ceán Bermúdez (1800), al identificarlo con el pintado en agosto de 1623 y que tanto éxito auguró al pintor a su llegada por segunda vez a la corte, no tuvo en cuenta la edad del modelo, que evidentemente tiene más de dieciocho años, ni la soltura de la técnica. Madrazo pensaba que podía ser coetáneo del pintado en Fraga, cuando los sucesos de Cataluña, en 1644 (colección Frick, Nueva York) en lo que se separa, por el lado opuesto, de la edad y de la técnica del que nos ocupa. Mayer propuso la fecha de 1628, tampoco adecuada. Tormo (1911-12), la de 1633; Allende-Salazar la de 1636, hacia la que el Museo se inclina. Pantorba apunta que cabe relacionarlo con la pintura de tapices (1955, págs. 131-32) “lo que contribuye a acentuar su carácter decorativo”. j. O. Picón (1947) señala, por su parte, como rasgo distintivo de este lienzo “cierta mezcla de vigor y elegancia, de majestad y gallardía, que hace profundamente simpático al modelo”, cosa que a Felipe IV le hubiera extrañado bastante, al tener por indispensable a su regia condición esa impasibilidad, esa lejanía tan comentadas por los que trataron a Felipe H (en especial Baltasar Porreño, Sevilla, 1639) y a su nieto, Felipe IV, que según los testimonios de Bertaut y Brunel, en 1665, podía quedarse inmóvil como una estatua durante tiempo indefinido, sin mostrar más que el sosiego que su abuelo aconsejaba a quienes se le acercaban.
Camón Aznar sugiere que este retrato (anterior a 1649, fecha del incendio del Buen Retiro, que explicaría sus repintes) puede ser de hacia 1635 y debió de sugerir el cambio de proyecto de la escultura ecuestre que en ese tiempo preparaba Pietro Tacca, con el caballo, no al paso (como el de Felipe III por Gianbologna, hoy en la plaza Mayor de Madrid) sino en corveta, siendo un boceto de Velázquez el cuadro pequeño (126 x 91 cm) de la Galería Pitti, heredado por la hija de Tacca y que según justi y Mayer, es una reducción del retrato ecuestre del Prado. Es evidente la semejanza de la estatua del rey (ahora en la plaza de Oriente, de Madrid) con el modelo de Velázquez, aunque Pantorba cree que el cuadro de Florencia es de un discípulo.
Felipe IV aparece montando, con la técnica de un perfecto jinete de esa escuela española todavía viva en Viena, un caballo bayo, de crines y cola negras, y manos y nariz blancas, mirando hacia la derecha del espectador, en un perfil riguroso, apenas desmentido por la perspectiva (corregida) de las patas.
El rey lleva media armadura de acero damasquinado, menos ornada que la de su padre en el retrato de esta serie, cruzada al pecho por una banda carmesí, anudada al talle, y de la que asoman los extremos, de flecos dorados, muy movidos por el aire, que también agita las plumas del chambergo negro, pero que no logra mover ni un cabello del peinado, con patilla rizada, seguramente engomada, del monarca, de un rubio apagado, como el bigote y la mosca o perilla, que se destaca del perfil ligeramente, sobre la sencillísima golilla. Lleva en la mano derecha, con guante de ámbar, la bengala de general.
Con un leve ademán de la izquierda hace alzarse al corcel sobre las patas traseras, apoyándose fuertemente en el estribo y haciendo que la espuela roce el flanco del animal.
La elegancia de este modelo imperturbable es asombrosa, basada en esa sosegada naturalidad. Parece estar situado sobre un altozano, un árbol detrás (en gran parte sobre una tira de lienzo añadida) en cuyas raíces parece agitarse un papel doblado, presto para una firma que no aparece.
El paisaje de montes del fondo recuerda El Pardo. Los lejos están logrados con finura de visión y factura insuperable; sobre la silueta de los montes azulados se extiende un celaje de dominantes argentadas, que da al primer plano, iluminado, algo de su melancolía.
De este retrato se hicieron, ya en su época, varias copias, entre ellas las de la colección Wallace de Londres y Cerralbo de Madrid.
Goya lo grabó al aguafuerte con habilidad, aunque despojándolo de su impalpable elegancia.
Este cuadro, enteramente pintado por Velázquez para la decoración del Salón de Reinos del Buen Retiro, es una de las mejores obras del artista, muy superior a los demás de este grupo ecuestre, incluido el bellísimo de Baltasar Carlos [cm 40], que no alcanza esta sublime y serena majestad, con un toque de melancolía, ni una ejecución transparente que parece tan insuperable que no pudiera ser otra, milagrosa “instantánea” de algo visto. A este respecto no estará de más recordar que este jinete y su airoso corcel sumergidos en la atmósfera plateada de las cercanías de Madrid, son fruto de una triple conjunción: de una cabeza, posiblemente pintada del natural, de un corcel estudiado en el picadero, que no puede alzarse de manos (en postura ecuestre de levade o corveta) más que unos pocos segundos; y de un paisaje que, estudiado ya desde una ventana del Alcázar, ya de un paseo del artista del que no nos ha dejado pruebas, sirve, no de “telón de fondo” ‘(impresión de que no se libran siquiera Rubens o Van Dyck), sino de ambientación entera de este cuadro, anacrónicamente “plenairista”.
A esas tres fuentes se añade la de la armadura y traje, colocados en una percha en el taller: como vemos en un cuadro de Mazo (La familia del pintor; en el Kunsthistorisches Museum de Viena), Velázquez no necesitaba la presencia del modelo para ejecutar un retrato.
El cuidado, disimulado por el pintor, con que realiza este cuadro se revela en las correcciones (pentimenti), que casi nos parecen superfluas al carecer de su exigente sensibilidad, en la cabeza, busto y pierna del rey y en las patas traseras y cola del caballo. Las manos y patas delanteras, alzadas en la postura que llamaban “en chanzas”, y el morro, con sus manchas blancas recortándose vivamente sobre el fondo, lo alejan asombrosamente, y, unidas a la exquisita identidad de los tonos de árboles, sierra y cielo, hacen de esta obra una de las más logradas en expresar lo que suele llamarse “tercera dimensión”. Lo lejos (como se decía en la época) está, realmente, lejos. Este asombroso efecto protoimpresionista está conseguido, dos siglos antes del Impresionismo, en un extraordinario trabajo de taller, de que Velázquez (cuidadoso siempre de no dejar rastros de su trabajo manual) parece liberado, por gracia divina.
Tampoco el regio modelo deja adivinar sus sentimientos, en su semidivina calma. Sólo el caballo, pese a su postura formalista, derivada de los manuales de equitación (como el de Pluvinel, dedicado a Luis XIII de Francia), expresa la fuerza y la inquietud en sus ojos de loco, y en las espumillas o babas que caen de su boca.
La fecha de este cuadro se discute. Para el catálogo del Museo será de hacia 1636. Ceán Bermúdez (1800), al identificarlo con el pintado en agosto de 1623 y que tanto éxito auguró al pintor a su llegada por segunda vez a la corte, no tuvo en cuenta la edad del modelo, que evidentemente tiene más de dieciocho años, ni la soltura de la técnica. Madrazo pensaba que podía ser coetáneo del pintado en Fraga, cuando los sucesos de Cataluña, en 1644 (colección Frick, Nueva York) en lo que se separa, por el lado opuesto, de la edad y de la técnica del que nos ocupa. Mayer propuso la fecha de 1628, tampoco adecuada. Tormo (1911-12), la de 1633; Allende-Salazar la de 1636, hacia la que el Museo se inclina. Pantorba apunta que cabe relacionarlo con la pintura de tapices (1955, págs. 131-32) “lo que contribuye a acentuar su carácter decorativo”. j. O. Picón (1947) señala, por su parte, como rasgo distintivo de este lienzo “cierta mezcla de vigor y elegancia, de majestad y gallardía, que hace profundamente simpático al modelo”, cosa que a Felipe IV le hubiera extrañado bastante, al tener por indispensable a su regia condición esa impasibilidad, esa lejanía tan comentadas por los que trataron a Felipe H (en especial Baltasar Porreño, Sevilla, 1639) y a su nieto, Felipe IV, que según los testimonios de Bertaut y Brunel, en 1665, podía quedarse inmóvil como una estatua durante tiempo indefinido, sin mostrar más que el sosiego que su abuelo aconsejaba a quienes se le acercaban.
Camón Aznar sugiere que este retrato (anterior a 1649, fecha del incendio del Buen Retiro, que explicaría sus repintes) puede ser de hacia 1635 y debió de sugerir el cambio de proyecto de la escultura ecuestre que en ese tiempo preparaba Pietro Tacca, con el caballo, no al paso (como el de Felipe III por Gianbologna, hoy en la plaza Mayor de Madrid) sino en corveta, siendo un boceto de Velázquez el cuadro pequeño (126 x 91 cm) de la Galería Pitti, heredado por la hija de Tacca y que según justi y Mayer, es una reducción del retrato ecuestre del Prado. Es evidente la semejanza de la estatua del rey (ahora en la plaza de Oriente, de Madrid) con el modelo de Velázquez, aunque Pantorba cree que el cuadro de Florencia es de un discípulo.
Felipe IV aparece montando, con la técnica de un perfecto jinete de esa escuela española todavía viva en Viena, un caballo bayo, de crines y cola negras, y manos y nariz blancas, mirando hacia la derecha del espectador, en un perfil riguroso, apenas desmentido por la perspectiva (corregida) de las patas.
El rey lleva media armadura de acero damasquinado, menos ornada que la de su padre en el retrato de esta serie, cruzada al pecho por una banda carmesí, anudada al talle, y de la que asoman los extremos, de flecos dorados, muy movidos por el aire, que también agita las plumas del chambergo negro, pero que no logra mover ni un cabello del peinado, con patilla rizada, seguramente engomada, del monarca, de un rubio apagado, como el bigote y la mosca o perilla, que se destaca del perfil ligeramente, sobre la sencillísima golilla. Lleva en la mano derecha, con guante de ámbar, la bengala de general.
Con un leve ademán de la izquierda hace alzarse al corcel sobre las patas traseras, apoyándose fuertemente en el estribo y haciendo que la espuela roce el flanco del animal.
La elegancia de este modelo imperturbable es asombrosa, basada en esa sosegada naturalidad. Parece estar situado sobre un altozano, un árbol detrás (en gran parte sobre una tira de lienzo añadida) en cuyas raíces parece agitarse un papel doblado, presto para una firma que no aparece.
El paisaje de montes del fondo recuerda El Pardo. Los lejos están logrados con finura de visión y factura insuperable; sobre la silueta de los montes azulados se extiende un celaje de dominantes argentadas, que da al primer plano, iluminado, algo de su melancolía.
De este retrato se hicieron, ya en su época, varias copias, entre ellas las de la colección Wallace de Londres y Cerralbo de Madrid.
Goya lo grabó al aguafuerte con habilidad, aunque despojándolo de su impalpable elegancia.
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