EL PRIMER VIAJE A ITALIA

 
Apenas partió Rubens de Madrid y probablemente como consecuencia de sus conversaciones con el maestro flamenco, y de sus meditaciones sobre lo visto y escuchado, Velázquez solicita en junio de 1629 licencia al rey para pasar a Italia.
 
El rey y el conde duque autorizaron y favorecieron el viaje suministrando al pintor cartas de recomendación para los diversos príncipes italianos -que no dejaron de despertar algunos recelos, pues se conocían las misiones "secretas" que algunos artistas realizaban- y abundantes recursos económicos. El viaje lo conocemos muy bien gracias al pormenorizado relato que de él dejó Pacheco y recogió luego Palomino. Se trataba en realidad de lo que hoy llamaríamos un viaje de estudios. Embarcado en Barcelona con el séquito del marqués de los Balbases, Ambrosio Spinola, llega a Génova y de allí, por Milán, a Venecia, que será para él -como lo había sido para Rubens y para tantos otros maestros del seicento- el horizonte estético ideal y el modelo siempre presente en su sensibilidad. El momento político veneciano no era especialmente adecuado, pues la guerra de sucesión de Mantua, mantenía hostiles a los venecianos contra los españoles, pero con la protección del embajador, que le provee de escolta casi militar, recorre galerías, palacios y colecciones y completa su conocimiento de la obra de los grandes maestros de la laguna a los que permanecerá fiel para siempre. Sabemos por Pacheco y Palomino que dibujó mucho cuanto veía y que realizó incluso copias de algunas obras de Tintoretto, entre ellas una Comunión de los apóstoles que seguramente será el lienzo que se conserva en la Academia de San Fernando, de Madrid. De allí fue a Ferrara, Cento (donde sin duda hubo que conocer a Guercino), Bolonia, Loreto (concesión a la devoción mariana tradicional) y a Roma. Sorprende que no visitase Florencia, y que su paso por Bolonia fuese tan apresurado que ni siquiera llegó a presentar las cartas de introducción que le habían sido facilitadas en Madrid. Sin duda, tras Venecia, era Roma su verdadero objetivo.
 
La Roma de 1630 era sin duda un centro de interés artístico notable. Se vivía en ella la polémica del naturalismo -ya casi vencido en las formulaciones extremas del caravaggismo radical, pero vivo y actuante en círculos menores, como el de los "bambociantes" que no podían menos que interesar a Velázquez- y el clasicismo que representaba la línea romano-boloñesa de Reni y Guercino, enriquecida por la presencia de Poussin. Son los años en que se advierte, en los más dotados artistas vivos en Roma, un interés renacido por Venecia, y un resurgir del estudio de las obras de Tiziano y Veronés que concluirá muy pocos años más tarde por subsumirse en el barroquismo triunfante de un Pietro de Cortona, pero que ahora permite caminar casi al mismo paso, en la común devoción neovéneta, a artistas tan dispares como el propio Cortona, Poussin o Andrea Sacchi.
 
Es ése el ambiente que Velázquez recibe y en el que había de hallarse absolutamente a gusto, pues también él acababa de descubrir Venecia tras su inicial fervor naturalista. La elegante fusión de rigor, equilibrio y razón del mundo boloñés, con la sensualidad colorista veneciana, es lo que puede descubrirse en las otras obras que pinta en Roma durante su estancia: La fragua de Vulcano, hoy en el Prado, y La túnica de José de El Escorial.
 
Estas dos obras son quizás -y se le ha reprochado a veces- las de carácter más "académico" de cuanto pintó Velázquez. Parece como si el pintor, tras ver y estudiar los relieves clásicos, las composiciones de los maestros del renacimiento y las obras de sus contemporáneos más famosos, especialmente Guercino, hubiese querido demostrar su dominio del desnudo, sereno y escultórico, y a la vez, como exigían las enseñanzas romano-boloñesas, expresar los "afectos", es decir, los movimientos del alma (dolor, sorpresa, hipocresía) con la intensidad y la verdad más cuidadosa. Son, además, estos lienzos singulares, magníficos ejercicios de coherencia espacial, verdaderos alardes de perspectiva geométrica, y de ordenación renacentista, que sin duda debieron ir precedidos de cuidadosos estudios por desgracia no conservados.
 
En estos lienzos, especialmente en La fragua, los accesorios y algo de la atmósfera toda nos evocan todavía el naturalismo, casi de bodegonista, de sus primeras obras, pero la pincelada se ha hecho más ligera, más alada, y el color -donde brillan ciertos amarillos anaranjados que no volveremos a encontrar en su obra, pero que serán habituales en Poussin- advertimos grises sutiles y ciertos verdes y malvas fríos, que serán ya característicos de su paleta.
 
Sabemos que durante su viaje italiano, Velázquez copió atentamente las obras de Rafael y Miguel Ángel, obteniendo incluso permiso especial para entrar en el Vaticano a su placer, y sabemos, también, que residió por especial autorización del duque de Toscana, en la Villa Medicis, donde se conservaba una importante colección de mármoles clásicos, y donde su espíritu flemático y solitario -tal como lo retratan los textos contemporáneos- pudo recrearse en la contemplación de los bellísimos panoramas de la ciudad más cargada de evocación de toda Europa. Consta también que, a fines del año 1630, viaja a Nápoles para retratar a la hermana de Felipe IV, doña María, que se hallaba allí de paso hacia Alemania, donde habría de casar con el rey de Hungría, futuro emperador de Alemania. Es lógico que en ese viaje conociese a Ribera, establecido en Nápoles desde hacía quince años, y pintor favorecido por los virreyes.
 
El viaje a Italia va a representar para Velázquez la última etapa de su periodo formativo. En 1631, a su regreso, tiene treinta y dos años. Inicia, pues, su madurez y su arte está, sin duda, muy por encima del de cualquiera de sus posibles rivales en la corte. Su educación ha sido la más completa que ningún artista español ha podido nunca recibir. Su sensibilidad, recatada y secreta, está nutrida de ricas experiencias y su técnica ha alcanzado ya un punto de severa perfección.


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