LOS AÑOS SEVILLANOS

 
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, nació en Sevilla en 1599. Aunque muchos años después se esforzase en demostrar la nobleza de su familia sin demasiado éxito, parece seguro que tanto por parte paterna (los Silva, de origen portugués), como materna (los Velázquez, sevillanos), sus antepasados fueron quizá hidalgos, pero sin especial significación ni económica ni social. Es posible incluso que, como se ha apuntado recientemente, pudiesen tener algún remoto vínculo hebreo, como tantos otros portugueses establecidos en Sevilla a fines del siglo XVI.

Sevilla era, en 1599, la ciudad más rica y más poblada de España, y sin duda, la de carácter más abierto, complejo y cosmopolita de todo el imperio. Por decreto real gozaba del monopolio del comercio con América, y ello atraía sobre ella una rica colonia de mercaderes flamencos e italianos (genoveses ante todo) que prestaban a la ciudad un tono de animación, vitalidad y riqueza sin paralelo. Pero, igualmente, junto a la nobleza de abolengo y cultura, heredera del ambiente humanístico de la primera mitad del siglo, y de esa burguesía de negocios crecida en torno al oro de América, ofrecía también Sevilla un variado submundo de aventureros, pícaros y gentes de malvivir, al margen de la sociedad organizada, que frecuentaban los burdeles, llenaban los hospitales y acudían cada día a recibir la "sopa boba" que los conventos repartían a los pobres. La cárcel de Sevilla fue famosa, y el mundo de su picaresca aparece en algunas de las Novelas ejemplares de Cervantes, con admirable verdad, y la ciudad toda sirvió en ocasiones de animado marco de la acción en comedias de los dramaturgos del Siglo de Oro español, Lope de Vega y Tirso de Molina.

En ese marco, vivísimo y vario, el joven Velázquez, bien dotado desde la infancia para la pintura, inicia su formación. Hacia 1609, apenas cumplidos los 10 años, pasa algunos meses en el taller de Herrera el Viejo, pintor prestigioso y de evidente novedad en el ambiente de la ciudad, pero bien conocido, además, por su mal carácter. El joven artista no pudo soportarlo, al parecer, y en 1610 formaliza contrato de aprendizaje con el pintor Francisco Pacheco, de carácter y personalidad bien distintos a los del viejo Herrera.

Pacheco (1564-1644), ha pasado a la historia del arte español más como maestro de Velázquez y como escritor que como pintor. Nacido en 1564 y sobrino de un prestigioso canónigo de la catedral de Sevilla que le protegió y le costeó los estudios, resulta un ejemplo muy singular del artista letrado, erudito y conocedor de la literatura clásica, que -independientemente de su actividad artística, un tanto arcaica y mediatizada por su mediocre talento- representó un papel de gran significación en la vida artística sevillana, gozando de amplio prestigio en los medios eclesiásticos y participando, de modo muy influyente, en las "tertulias" literarias sevillanas, organizadas a veces al modo de las academias italianas, reuniendo a miembros de la nobleza local, a clérigos cultos y a artistas de la pluma o el pincel. Buen conocedor de la teología, pero amante también del brillante humanismo sevillano, Pacheco encarna con absoluta claridad un cierto tipo de la Contrarreforma española, servidor fiel de una Iglesia que se defiende de la Reforma protestante con actitudes de cerrado dogmatismo intransigente, pero que, a la vez, y al servicio de la alegoría moral, demuestra una evidente familiaridad con la tradición clásica y con los dioses y diosas del Olimpo pagano.
 


Hombre de múltiples curiosidades, preocupado por la dignidad del arte de la pintura, considerado todavía en España como oficio bajo y servil, es autor de un importante tratado, publicado -póstumamente- en 1649, que es sin duda la fuente fundamental para conocer la vida artística sevillana y aun la española de su tiempo, tanto en los aspectos teóricos -donde se muestra fiel seguidor de la tradición idealista del siglo XVI, y resulta un tanto rezagado respeto a los avances en dirección naturalista de la pintura italiana o flamenca de su tiempo- como en los prácticos -donde proporciona una extraordinaria riqueza de información acerca de la realidad cotidiana de los talleres de pintura y de la incidencia diaria del medio religioso sobre la vida profesional de los artistas.

Como pintor, era hombre modesto, fiel a la tradición flamenquizante de la pintura sevillana, a los modelos de Rafael y Miguel Ángel, interpretados con sequedad y dureza, observadas ya en su tiempo. Sin embargo, su amor a lo concreto resplandece en excelentes retratos a lápiz negro y rojo, preparados para constituir un libro de Verdaderos retratos de personalidades sevillanas, en parte conservados, y supo orientar a sus discípulos hacia las novedades del naturalismo creciente, sin coaccionar ni limitar sus capacidades.

El taller de Pacheco era lugar abierto de reunión y tertulia de clérigos cultos, nobles aficionados, músicos, poetas y gentes de varia condición y preocupaciones intelectuales. En ese ambiente hubo de moverse el adolescente Velázquez, durante los seis años que según los términos de su riguroso contrato, había de permanecer ligado a su maestro, sirviéndole: "en todo lo que le dixeredes e mandaredes que le sea onesto e posible de hacer", mientras le enseñaba el arte "bien y cumplidamente, según e como vos lo sabeys, sin le encubrir de él cosa alguna".

Cumplidos exactamente los plazos, en 1617, rinde examen ante el gremio de pintores de la ciudad de Sevilla, quedando inscrito como uno más entre ellos, pudiendo ejercer libremente su oficio y abrir tienda de pintura y recibir oficiales y aprendices como era uso en España. Un año después, antes de cumplir los veinte años, en abril de 1618, casa con la hija de su maestro Pacheco. Este había visto en el joven y así lo reconoce expresamente: "virtud, limpieza y buenas partes y esperanzas de su natural y grande ingenio" y quiso -como era también tradicional en los talleres sevillanos, ligados entre sí por vínculos de parentesco que creaban una estrecha red de intereses que garantizaban el trabajo y los encargos- vincularlo definitivamente a su casa y a su oficio.

El panorama que se ofrecía al joven pintor era, pues, el de continuar la tradición del taller del suegro, dependiente por entero, como el de tantos otros pintores de su tiempo, de la demanda de una clientela casi exclusivamente eclesiástica. El horizonte profesional que se mostraba al Velázquez de apenas veinte años, las posibilidades de trabajo que le aguardaban, no eran diversas de las que su suegro había tenido o de las que se ofrecían a Zurbarán, su compañero de generación: pintura religiosa, lienzos de devoción, retratos y ciclos monásticos, más algún retrato de áspera intensidad y naturalezas muertas de severa disposición.

El ambiente idealista del tardo-renacentismo en que se formó el viejo Pacheco va cediendo terreno hacia el estudio del natural y en esos años se va fraguando un tono naturalista que la Iglesia va a emplear muy sabiamente para aproximar a las conciencias el hecho religioso y combatir, con la imagen directa llena de emoción cotidiana, la abstracción intelectual de la Reforma protestante.

El joven Velázquez va a interesarse de inmediato por los aspectos más inmediatos de la realidad y va a descubrir una capacidad excepcional para su reproducción. Su suegro y maestro nos cuenta cómo "siendo muchacho, tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas actitudes y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna". Ese aldeanillo podemos identificarlo sin dificultad en algunos de los lienzos juveniles del pintor, donde aparece con rostro infantil, rústico y tierno, que nos llega a resultar familiar.

En esos años iniciales, dentro del taller o recién salido de él, Velázquez procura -y consigue con extraordinaria rapidez y maestría- dominar el natural, lograr la representación del "relieve" y de las "calidades", sirviéndose del artificio, novedoso, del tenebrismo, de la fuerte luz dirigida que acentúa los volúmenes y singulariza casi mágicamente las cosas más vulgares al atraerlas a un primer plano de luz y de significación. El cuadro de género, de "bodegón", de procedencia flamenca en cuanto a la invención, con sus tipos vulgares y sus objetos cotidianos, es un excelente banco de pruebas y probablemente algunos de los lienzos de este carácter que el joven pintor realiza en estos años no eran otra cosa que ejercicios de virtuosismo. El hecho de que algunas de las más importantes obras de ese primer período (El aguador de Sevilla, Dos jóvenes comiendo) los conservase Velázquez consigo y los llevase a Madrid, como prueba quizá de su maestría, parecen confirmarlo.

Pero junto a esos lienzos de género, en los que quizá puedan verse, como se ha pretendido recientemente, algunas intenciones alegóricas o moralizantes, no demasiado explícitas, la producción del joven artista se vuelca, como es lógico, hacia lo religioso.

En primer lugar, hay que evocar una serie de obras de carácter piadoso, concebidas, sorprendentemente como cuadros de género en los que el espectador percibe, ante todo, una escena de cocina o taberna, y sólo en el segundo término, distante o disimulado con algún ingenioso artificio compositivo, se puede identificar el episodio bíblico o evangélico, situado en otro espacio menor o secundario, y por supuesto con figurillas de muy pequeño tamaño.

Tales lienzos (Cristo en casa de Marta; Cristo en Emaús o La mulata), se inspiran directamente en ciertas obras del manierismo flamenco, a lo Aertsen o Beuckelaert, complicadas aún más con una voluntaria ambigüedad, que hace que el espectador no sepa con claridad si aquello que aparece en el último término -y cuyo sentido es fundamental para la compresión de las obras- es acción real, que transcurre en otra habitación vista a través de un hueco o puerta, escena pintada en un cuadro colgado de la pared, o -como se ha sugerido también en los últimos tiempos, quizá con razón-la imagen reflejada en un espejo de algo que sucede no detrás de los personajes secundarios, sino delante de ellos y por lo tanto en el lugar donde idealmente se halla el espectador.

Son estos lienzos -como luego serán Las meninas-,alarde de un cierto conceptismo, agudezas de tradición manierista a las que el virtuosismo del pintor presta una verdad atmosférica y una complejidad ya barrocas, muy adecuadas para figurar en la galería privada de algún devoto humanista o de algún aristócrata sevillano amigo de lo singular. Pero hay otras obras de carácter más sencillamente devocional, como la Inmaculada Concepción o el San Juan en Patmos, ambos hoy en la Nacional Gallery de Londres, procedentes del convento de los carmelitas calzados de Sevilla. Desde el punto de vista compositivo, ambos lienzos son enteramente conservadores y se relacionan con lo que muestran dibujos y pinturas de Pacheco, pero la rotundidez volumétrica, la iluminación intensa y contrastada, la gama de color, de tonos cálidos muy personales, con las notas superpuestas y destacadas de ciertos blancos grisáceos, y el vivo individualismo de los rostros, los sitúan en la absoluta vanguardia del estilo naturalista. Aún más avanzada, a pesar del esquema tradicional, es La adoración de los Reyes del Prado, de 1619, y con los apóstoles que restan de un apostolado disperso (San Pablo,Museo de Barcelona; Santo Tomás, Museo de Orleans), subrayan todavía con más energía su excepcional capacidad para captar la realidad, fuerte y expresiva, al servicio de una intensidad religiosa no muy distante de lo que Zurbarán realiza en esos y en los años sucesivos. Como es lógico, esa fascinante capacidad de aprehender el natural, de captar hasta el fondo lo más individual y característico de los seres, hacen de él un predestinado para el género de retrato donde, además, va a mostrar muy pronto una idéntica capacidad para transmitir la vida interior, el secreto impulso o razón de vivir del retratado. El soberbio retrato de Sor Jerónima de la Fuente de 1620, conocido al menos en dos ejemplares de idéntica intensidad, es ejemplo espléndido de esas excepcionales condiciones para transmitirnos la fiera energía, casi sobrehumana, de esa monja que a los 70 años emprende desde Sevilla la aventura de fundar un convento en Filipinas, empuñando el Crucifijo casi como un arma.

En todos estos lienzos juveniles, Velázquez emplea una técnica de pasta densa, espesa y modeladora, que evoca, como ya señaló Palomino a comienzos del siglo XVII, los modos de Luis Tristán. Su dibujo es preciso, detallado y concluye cuidadosamente las formas y atiende al pormenor con exactitud. El color, de dominantes terrosos, tierras y ocres densos, también al modo de Tristán, presenta a veces intensas manchas de verdes profundos, amarillos oscuros, rojos cálidos y las sombras son espesas, con abundancia de betunes que han ennegrecido aún más sus efectos tenebristas. Algo hay en esas obras primeras que hace recordar efectos de la escultura policromada, en la rotundidez y precisión de los volúmenes y en la fuerza y relieve que les otorga la intensa luz dirigida.


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