REGRESO DE ITALIA A MADRID DE VELÁZQUEZ

 
Al regresar Velázquez a Madrid, en enero de 1631, retoma de inmediato sus actividades palaciegas y recibe una vez más el testimonio de la confianza y el afecto de Felipe IV, que ha sabido ver las excepcionales condiciones de quien va siendo, ya para siempre, su pintor. Durante su ausencia ha nacido un infante, Baltasar Carlos, el deseado heredero de la corona, y el rey no ha autorizado a ningún pintor a retratarlo, para que fuese Velázquez quien lo hiciese. El retrato primero quizás no se haya conservado, pero sí conocemos el del Museo de Boston, en que aparece acompañado de un enano, en composición de admirable intensidad.
 
Su actividad para palacio va a ser intensa en esta década de 1630. Por iniciativa del Conde duque, se está construyendo en Madrid un nuevo palacio, el del Buen Retiro, que va a tener considerable importancia en la vida artística española. Para su decoración se encargan a Italia importantes cantidades de pintura de calidad y todos los pintores de Madrid -tanto los de cámara (Carducho, Cajés) como algunos de los discípulos de éstos (Castelo y Leonardo) y otros como Maíno, Pereda e incluso el sevillano Zurbarán, hecho venir expresamente, quizás por indicación de Velázquez-, colaboran en la gran empresa.
 
Concebido el palacio como una gran exaltación de la monarquía y del soberano, Velázquez va a realizar una serie de soberbios retratos ecuestres de los reyes Felipe III, Felipe IV, de sus respectivas esposas y del príncipe heredero, para decorar los testeros del gran Salón de Reinos, para cuyos muros se pinta una amplia serie de lienzos de batallas, mostrando los triunfos de la monarquía, a los que contribuye nuestro artista con La rendición de Breda, el famoso cuadro de Las lanzas.
 
Son sus lienzos obras magistrales, en las que tiene ocasión de mostrar todo lo aprendido en Italia. Alguno de los retratos ecuestres (especialmente Felipe III y su esposa doña Margarita) parecen haber sido comenzados por otra mano, o quizás por el propio Velázquez antes de viajar a Italia, pero los restantes -y aun aquellos en lo que muestran rehecho o animado por sus pinceles- resultan dignos sucesores de la serie ideal iniciada por Tiziano con su Carlos V en Mühlberg y proseguida por Rubens en su Felipe II; pintado en su viaje de 1628, seguramente ante los ojos de Velázquez.
 
En todos ellos, el paisaje, en el que se adivinan las montañas de la sierra de Guadarrama, tan próxima a Madrid, resulta de una extraordinaria vivacidad, directa y "plenairista". Especialmente el retrato del joven príncipe Baltasar Carlos sobre su jaca favorita, se inserta en una atmósfera de diafanidad y transparencia inigualables.
 
Pintado para sobrepuerta, es decir, para ser visto a cierta distancia y de abajo a arriba, sorprende hoy el audaz escorzo del caballo que, en corveta, parece precipitarse sobre el espectador, y el tratamiento del rostro, en el que se advierte un tratamiento de leves frotados del pincel, casi sin densidad que sin embargo corporeizan visualmente el rostro vivaz del niño, dotándolo, casi sin materia, de una presencia inolvidable.
 
En La rendición de Breda, obra de una absoluta madurez técnica y conceptual, logra Velázquez un equilibrio prodigioso entre la narración -en la que se insiste en el momento de la entrega de las llaves de la plaza con serenidad y elegancia severas, enfrentando a vencedor y vencido en un mismo plano de dignidad caballeresca- y la realización, en la que palpita un espíritu nuevo de captación de la luz y una sutil contraposición de planos luminosos y coloreados. Ha desaparecido todo recuerdo de la manera caravaggiesca de tratar el volumen iluminado; la materia se ha hecho impalpable. Parece empaparse de luz y a la vez irradiarIa, obteniendo una sensación de vibración, de vida verdadera, servida no por recursos táctiles, pues se ha suprimido cualquier precisión de contorno, sino con medios exclusivamente visuales. La técnica, además, se hace fluída en extremo y comienza a advertirse que, en ocasiones, los pigmentos no cubren la trama de la tela, dejando zonas de preparación bien visibles al modo de una acuarela.
 
Junto a las obras para el Buen Retiro, trabaja también Velázquez para la Torre de la Parada, palacete de caza próximo al Pardo, donde Felipe IV reunió una gran colección de obras flamencas, de Rubens y de su taller, ilustrando motivos de las Metamorfosis de Ovidio, y unas series excepcionales de lienzos de caza y bodegones. Con ese destino, pinta nuestro artista unos retratos de miembros de la familia real vestidos en traje de caza, en un tono más directo y sencillo que los retratos cortesanos, en un escenario abierto de montañas y bosque que evocan la actividad cinegética, y acompañados de sus mastines favoritos, interpretados con una maravillosa individualidad. En estos retratos Velázquez ha evitado toda superficial cortesanía. Se advierte incluso en ellos, a través de los "arrepentimientos" que el tiempo ha puesto de manifiesto, un proceso de simplificación del traje y del gesto, buscando una mayor inmediatez, que contrasta profundamente con lo que en esos mismos años realiza Van Dyck en la corte británica. A la posse artificiosa y rebuscadamente elegante del maestro flamenco, cuando retrata al soberano inglés en traje de caza, ante un paisaje elaborado como un grandioso decorado, contrapone Velázquez una severa naturalidad desprovista de énfasis, y la misma naturaleza que rodea a los cazadores madrileños es una vez más la sierra de Guadarrama, con sus encinares de verde polvoriento y sus cimas cubiertas de nieve.
 
Para la Torre de la Parada se pintan también, quizás, algunos años más tarde, ciertas figuras de carácter mitológico o literario, como el Marte y los Menipo y Esopo. Sorprende en ellas el tono de absoluta vulgaridad. Marte es un soldado desnudo y cansado, con gesto de derrotada fatiga. Nada hay en él de la solemne arrogancia con que suele representarse al dios de la guerra y más bien parece, con su carga de melancólico abandono, procedente quizá de la actitud del Ares Ludovisi, no una burla de la vida militar, como se ha dicho, sino una dramática meditación sobre los destinos de una España en evidente declive militar. Los dos personajes griegos, filósofo y fabulista, evocan los vagabundos astrosos que Ribera suele utilizar para encarnar a los filósofos clásicos. Hay en ellos, probablemente, una grave enseñanza moral de signo entre estoico y cínico, que hace ver como depositarios de la verdadera sabiduría a los que han sabido renunciar a las ataduras, los compromisos y las engañosas apariencias del mundo.
 
También en estos mismos años de la década de los treinta, pinta Velázquez algunos otros lienzos de composición más compleja, que en cierto modo prolongan lo que significaba su participación en las empresas del Buen Retiro y la Torre de la Parada. El lienzo con la Educación del príncipe Baltasar Carlos (colección del duque de Westminster) está concebido para exaltar al conde duque de Olivares, instructor y maestro del príncipe, bajo la atenta mirada de los reyes. La naturalidad de una escena cotidiana en los jardines del Retiro se puebla sin duda de intenciones simbólicas que cargan el acento en la gracia y seguridad del joven heredero y la sabiduría, fiel y aleccionadora, del político. Análogo carácter tiene el gran retrato ecuestre del propio conde duque, concebido con un énfasis triunfal y una cierta grandilocuencia que, como ha observado agudamente Brown, contrasta con la serenidad y la sencillez de los retratos reales.
 
Quizá sea éste el único caso en que Velázquez traiciona un tanto su serenidad y su equilibrio, cediendo ante la adulación. La vanidad del retratado queda así, sin embargo, puesta de manifiesto de modo muy sutil y la maestría del pintor tiene ocasión de manifestarse en toda la riquísima técnica del vestido y en el fulgurante paisaje de batalla, en el que se alude a la defensa de Fuenterrabía, única empresa militar victoriosa directamente conducida -desde Madrid- por el conde duque, y de la que obtuvo beneficios y prestigio extraordinarios.
 
De muy otro carácter son unas singulares obras religiosas pintadas en estos años, ambas por empeño real. El Cristo crucificado destinado al convento de San Plácido, -a modo de exvoto, si se da fe a una tradición madrileña-, es un soberbio testimonio de hasta qué punto asimiló el clasicismo italiano. La severa dignidad del bello cuerpo varonil, con el rostro velado por la sombra de los cabellos, responde enteramente a la lección romana. Aunque compositivamente deriva del de su maestro Pacheco, también con cuatro clavos y la cabeza inclinada, la concepción misma y la técnica con que lo traduce son absolutamente diversos. La plenitud del cuerpo, la morbidez del desnudo, sereno como una estatua clásica, pero a la vez palpitante al modo aprendido en Venecia, hace de este lienzo -como el público español intuitivamente ha consagrado y como el gran filósofo-poeta Unanumo acertó a expresar en el libro a él dedicado-, la representación de Cristo por excelencia.
 
También de eco clásico, con un soberbio tono de distinción y equilibrio, es La coronación de la Virgen pintada para el oratorio de la reina, en una gama de violetas y azules de rara perfección.
 
Pintado para una de las ermitas u oratorios del jardín del Buen Retiro, el gran lienzo de San Antonio Abad y San Pablo ermitaño, es un ejemplo maravilloso de cómo, incluso cuando ha de ceñir su pintura a los imperativos de una iconología de tradición medieval, Velázquez transforma el relato en algo inmediato, vivísimo y transido de una verdad ambiental de cosa real. El amplio paisaje, donde se insertan los episodios de la leyenda casi al modo de los primitivos, resulta de la misma autenticidad luminosa que los escenarios de los retratos ecuestres o de los cazadores.
 
A esos años de la década de los treinta y a la inmediata de los cuarenta -marcada ésta por circunstancias a que hemos de referirnos- corresponde también una serie de retratos de ciertos personajes, que constituyen, por su simplicidad, uno de los sectores más famosos y estimados de toda la producción del pintor: los retratos de enanos y bufones de la corte, personajes singulares, herencia de otros tiempos, que pulularon en tomo al rey, al que divertían, y al que advertían de la realidad circundante en un tono de familiaridad notable, con una libertad que puede incluso resultar sorprendente.
 
Desde tiempos remotos estos "hombres de placer" habían sido retratados, tanto en España como en Italia o Flandes, por los mismos artistas que se ocupaban en retratar a los soberanos. Velázquez recoge, pues, una tradición que contaba con nombres tan ilustres como Antonio Moro, Alonso Sánchez Coello o Agostino Carracci. Nunca sabremos si el pintor realizó estas imágenes por propia iniciativa o a requerimiento del monarca, como parece lo más probable. Pero lo indudable es que, en estos años centrales de su producción, los retratos de estas "sabandijas de palacio", ocupan una parte muy importante de su tiempo, y que en ellos nos ha dejado una galería impresionante de seres tristes, vistos con una atención que podía parecer despiadada, si no estuviesen velados todos ellos por un sutil tono de severa melancolía y tierna conmiseración que los levanta a nuestro mismo nivel y nos impone su innegable condición de humanos.
 
Hay figuras de enanos de inolvidables expresiones, desde el llamado Calabacillas, con la mirada perdida, mendigante de afecto, a la profunda interrogación, casi angustiosa del inteligente Sebastián de Morra, o la expresión perdida y ausente de El niño de Vallecas. y junto a ellos las figuras de otros locos y bufones, con amplios gestos que ejemplarizan sus locuras, donde parece ser que el pintor ha querido experimentar algunas de las más audaces y expresivas posibilidades de su pincel. Así, en el fondo del retrato del bufón llamado Don Juan de Austria,loco de obsesiones bélicas, que creía ser el vencedor de Lepanto, Velázquez ofrece un perfecto homenaje a Tiziano, con la abreviada y llameante apariencia de batalla naval. En el Pablillos de Valladolid la definición del espacio físico que envuelve al personaje está lograda con una portentosa maestría, sin referencia geométrica alguna, a base tan sólo de la luz y la sombra, en un alarde de perspectiva aérea de sabiduría suprema.
 
Otros muchos retratos de importancia realiza en esos años en los que su papel en la corte se afianza y en los que va obteniendo sucesivos ascensos en su carrera oficial. En 1634, es nombrado "ayuda de guardarropa", cediendo el puesto anterior de ugier de cámara a su yerno Juan Bautista del Mazo, casado con su hija Ignacia. En 1643, "ayuda de cámara", y en 1646 "ayuda de cámara, con oficio", lo que le va aproximando cada día más al inmediato entorno del rey, que demuestra tener en él confianza creciente y segura estima.
 
La circunstancias de la política española no pueden, mientras tanto, dejar de influir en las actividades de quienes tan cerca se hallan del centro del poder. En 1640 habían estallado las sublevaciones de Portugal -que se separa de la corona española- y de Cataluña, esta última con el apoyo de tropas francesas. La caída del conde duque, separado del poder en 1643 y desterrado a Toro, decide al monarca a afrontar directamente las responsabilidades de gobierno, y participa en la campaña militar de Aragón, a donde va en dos ocasiones, acompañado de Velázquez que, en junio de 1643, le retrata en la ciudad aragonesa de Fraga, en traje de campaña (Colección Frick, Nueva York). Una serie de desgracias familiares se abaten también sobre el rey. La muerte de la reina y del príncipe Baltasar Carlos constituyen golpes terribles que se reflejan en la correspondencia del soberano.
 
Pero sin embargo, las obras reales se mantienen. La exigencia de sostener un "decoro" adecuado a la importancia del Imperio, que quizá se tambalee, pero que aún se presenta como una gran potencia europea frente a la Francia creciente, llevan a Felipe IV a ordenar la transformación del viejo Alcázar de modo que se aproxime más a la "manera italiana" que se había hecho ya consustancial en los palacios, como expresión de riquezas y poder. El severo ámbito herreriano, de austera gravedad y desnudas bóvedas, ha de transformarse en un palacio "a la moderna", con salones enfilados, gabinetes y decoraciones al fresco. La ordenación de las nuevas decoraciones se encomienda a Velázquez por una serie de órdenes reales que le van haciendo responsable de las obras que se realizan, especialmente de las de la "pieza ochavada", que se desea sea algo parecido a la Tribuna medicea de los Uffizi. En 1647 se le nombra "veedor y contador" de esas obras, es decir, inspector y administrador con plenos poderes, lo que no deja de producir tensiones en otros empleados palaciegos que veían con recelo, ya desde años anteriores, la creciente importancia de Velázquez en la vida cortesana.
 
Estas obras van a determinar un segundo viaje del pintor a Italia, para, como dice Palomino: "comprar pinturas originales y estatuas antiguas y vaciar algunas de las más celebradas que en diversos lugares de Roma se hallan".
 
Las circunstancias, tanto históricas como personales, hacen de este nuevo viaje algo muy diverso de lo que fue el primero. Si en 1630 podía hablarse de "viaje de estudios", el artista es ya ahora un absoluto maestro y su presencia en Italia, como hombre de confianza del rey de España, hubo de condicionar una significación, artística y personal, de signo bien distinto.

 

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