FELIPE IV


Felipe IV
Lienzo. 201 x 102 cm. Madrid. Museo del Prado, 1182

PROCEDENCIA Colecciones reales. Parece que este cuadro fue uno de los que pasaron del Alcázar viejo de Madrid al Palacio del Buen Retiro. En el inventario de éste, de 1700, aparece un retrato "de la primera manera de Velázquez" del rey Felipe IV, que, según Pantorba, puede ser éste. De allí pasaría al Palacio Nuevo. Figura en el Museo del Prado desde 1828.
BIBLIOGRAFÍA Curtis 122, Mayer 203, Pantorba 29, López Rey 239, Bardi 36, Gudiol 43.


Respecto a la autografía de este retrato, los autores están de acuerdo en atribuirlo a Velázquez; en cuanto a la fecha, las opiniones varían, aunque coinciden en datarlo a la primera época madrileña del pintor, antes del viaje a Italia. Gudiol apunta incluso que pudiera tratarse del primer retrato del joven rey pintado por Velázquez, en 1624. Cruzada lo fechó en 1623; Pantorba, en 1625; Camón Aznar lo cree retocado en 1627; el catálogo del Museo del Prado apunta, simplemente que está "pintado antes de 1628, en que se modificarían la actitud y el traje" (pág. 734 de la edición de 1985). Señala, asimismo, que "las correcciones o arrepentimientos, son notorios y prueban que en la postura seguía este retrato inicialmente las líneas del pintado en 1624, hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York".

 
Jonathan Brown (1986, págs. 45-47) considera "el candidato más probable a la identificación con ese estudio del natural del rey, un retrato de busto que por desgracia se encuentra muy deteriorado", que es el del Meadows Museum de Southern Methodist University de Dallas. "A partir de este cuadro o de uno parecido, Velázquez pintó un retrato de cuerpo entero, que repintó ampliamente unos años después", que es el que nos ocupa aquí.

Los repintes acusan la semejanza de la postura primitiva del modelo con el cuadro del Metropolitan Museum (como admite el catálogo del Prado) aunque nada impide que éste sea copia de otro, desaparecido, como piensa Brown.
 
Sabemos la costumbre del pintor de introducir, a posteriori de la ejecución de un retrato, modificaciones sustanciales. En este caso, suprimiría cualquier afectación "barroca" en la postura de Felipe IV, juntando sus piernas, reduciendo el vuelo de su capa, hasta conseguir esa renuncia de "estilo" generacional que tanto disgustaba a André Félibien des Avaux (1688, parte 5.a, IX) cuando echa en falta "ce bel air qui reléve et fair paroistre avec grace" los cuadros de pintores de otros países, en especial italianos, en los que se ve "un certain goút tout particulier" (sería más exacto decir, muy generalizado), que da movimiento a los retratos de la escuela de Rubens y que se advierte, con extrañeza, en el Felipe IV de Sarasota.
 
Siguiendo el tipo severo de la escuela de corte española, que cabe iniciar con las obras de Antonio Moro (Antonisz Mor), imitadas por Rodrigo de Villandrando y Bartolomé González (ver el retrato de Felipe IV cuando aún era príncipe, acompañado del enano Soplillo, por Villandrando, Museo del Prado, n.° 1234, a la vez que paradigma, "repoussoir" de lo que busca Velázquez), el sevillano consigue una total ausencia de pose y de contraposto, una naturalidad lindando voluntariamente con la sosez, una (a ojos de los "Félibien" que todavía existen) "falta de estilo", que corresponde, exactamente, a su propio estilo intemporal, fuera de las modas efímeras, y que presta a sus efigies ese extraño poder de parecer siempre contemporáneas de quien las mira, pese a sus vestidos.
 
En el retrato que comentamos, el rey va de negro, con golilla almidonada y capa negra corta, siguiendo las normas de la "pragmática de austeridad" que acaba de dictar y que prohíbe trajes ostentosos y joyas excesivas.

Como escribe Pantorba (1955, pág. 90) "el mozo rubio y grácil, inexperto y frívolo, que ya llevaba varios años rigiendo la pesadumbre de la monarquía española, en este enlutado retrato... aparece austero y grave en su esbeltez, con aquel porte frío, de señorial reposo, y aquel gesto de callada melancolía que fueron su sello personal".
 
En las manos tiene los dos símbolos de su misión de rey: un papel o memorial en la diestra, relativo a sus obligaciones burocráticas (aunque acaso el retratista pensara poner aquí su nombre, lo que —como en otros casos— no llegó a hacer, "pues conocéis su flema" como escribía su modelo al embajador en Roma, duque del Infantado, en 1650) mientras la mano izquierda se posa en la empuñadura de una espada casi invisible, instrumento de su papel de defensor del país.

Sobre una mesa muy simple, con el debido tapete, que no deja de simbolizar su oficio de justicia mayor del reino, reposa su sombrero negro, de alta copa y ala estrecha, más semejante a los bonetes cilíndricos de su abuelo Felipe II, en sus retratos por Pantoja o Sánchez Coello, que a los ostentosos chambergos de su padre o él mismo en los retratos "militares".

Hablando de este retrato y del  de el infante don Carlos, hermano del rey (n.° 1188 del catálogo inventario del Prado) escribe Camón Aznar (1964, I, pág. 340 y ss.) que son "las dos obras más representativas de este periodo" y "nos ofrecen la mejor teoría de Velázquez sobre este género. En su simplicidad, son los más regios. Parece que exigen tal distancia para la contemplación, que ello sólo ya los significa como sobre un trono. E incluso su desdén, la negligencia con que han accedido a posar, su lejanía emocional, los separa también, regiamente, de los contempladores".


 

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