Mercurio y Argos.
Lienzo. 83 x 248 cm; con las bandas superior e inferior añadidas, 127 x 248 cm.
Madrid, Museo del Prado, 1175
Lienzo. 83 x 248 cm; con las bandas superior e inferior añadidas, 127 x 248 cm.
Madrid, Museo del Prado, 1175
Procedencia: En 1659, Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. Está registrado en el inventario de 1666, con el texto siguiente:
“Otros dos quadros y guales de entre bentanas de a 3 varas de ancho y vara de alto, de dos fabulas, la una de Apolo desollando a un Sátiro, y la otra de Mercurio y Argos, con una Baca; ambos originales de Belazquez, tasados a cien doblones cada uno“.
Vuelve a consignarse en los inventarios de 1686 y 1700 . En este sigue tasado en cien doblones. Tras el incendio del Alcázar en 1734, es llevado a la Armería Real, donde esta inventariado con el n.° 57. En 1735 pasa al Palacio Nuevo.
En el inventario de 1772 consta que le ha sido añadida media vara horizontalmente.
En el de 1794 se tasa en seis mil reales. Figura, en 1818, en el primer catalogo del Museo del Prado. En el de 1828, el conserje y catalogador Eusebi hace constar que es “cuadro pintado a la primera vez”, aludiendo a la magistral soltura de la técnica. Museo del Prado. Catalogo de 1985, n. 1175.
Con la excepción de Camón Aznar, la mayoría de los eruditos fechan esta obra en los últimos años de Velázquez, generalmente en 1659, con lo que sería el postrer cuadro de composición salido de sus pinceles, contemporáneo del Retrato del príncipe Felipe Próspero y del Retrato de la infanta Margarita vestida de azul y plata (Kunsthistorisches Museum, Viena) ya que el posterior, plata y salmón, del Museo del Prado, lo dejó inconcluso a su muerte y hubo de completarlo su alumno y yerno Juan Bautista Martínez del Mazo (hacia 1662-64).
Camón (1964, tomo I, pág. 488 y ss.) lo considera obra pintada entre la llegada del sevillano a Madrid y 1635, pues “siempre nos sorprendió la diferencia de tonalidad tan absoluta entre esta obra y las pinturas de los últimos años de Velázquez”, ya que “tiene su gama afín a su época romana y aún recoge la tradición de su etapa grísea madrileña” con “una tonalidad ocre agrisada que corresponde a una paleta no posterior a 1634”. El resto de los autores y el catálogo del Museo le asignan la fecha aproximada de 1659.
Elisabeth du Gué-Trapier (1948, pág. 361 y ss.) lo coloca en la vecindad de dos acontecimientos: la llegada a Madrid del Mariscal de Gramont, en octubre de ese año, para pedir la mano de la infanta María Teresa para el rey Luis XIV, visita en la que Velázquez “se encargó de acompañar al Mariscal, en palacio, para mostrarle las pinturas y objetos de arte”, y, en relación con ella, la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid, para el cual Velázquez pintó cuatro cuadros de tema mitológico: Venus y Adonis, Psiquís y Cupido, Apolo y Marsias y este de Mercurio y Argos.
Los tres primeros fueron destruidos por el fuego en el incendio de 1734, nefasto para la pintura española, aunque fasto para la arquitectura, ya que dio lugar a la construcción del Palacio Nuevo o de Oriente, uno de los más suntuosas de Europa, muy superior a su antecesor el viejo alcázar, pese a los cuidados de Velázquez y otros artistas por tratar de mejorarlo, por ejemplo en la célebre “pieza oehavada”. Jonathan Brown se explaya sobre estas colecciones de pinturas (cuyas obras maestras fueron a parar al Salón de los Espejos) de Rubens, Van Dyck, Domenichiuo, Tintoretto, L. Bassano, Ribera, Gentileschi y Velázquez (de quien podía verse el gran cuadro La expulsión de los moriscos de España, (también destruido por las llamas en 1734) que pintó esos nuevos 4 cuadros, cuyos solos títulos nos hacen soñar. (Brown, 1986. Pág. 245 y ss.)
El propio Mercurio y Argos sufrió quemaduras en sus bordes que aconsejaron agrandarlo ya que en un el inventario de Palacio de 1686 el lienzo medía 83,5 x 250 cm. y ha pasado luego a los 127 x 248 que recoge la última edición del catálogo del Prado (1985, págs. 730-31).
Este lienzo formaba pareja con el de Apolo y Marsias y estaban destinados a decorar la parte de un muro encima de sendas ventanas, lo que explica su desusado formato longitudinal. El incendio oscureció el barniz (Gudiol, 1973, págs. 292 y 317) y “tenernos la convicción de que una limpieza adecuada devolvería al lienzo su aspecto original”; lo que acaba de hacerse, poniendo de manifiesto la sutileza de tonos argentados de la paleta y la ligereza de técnica, casi acuarelada, que ha asombrado a todos los especialistas.
Es evidente que Velázquez aprovecha la dificultad que opone el contraluz de la ventana, debajo del cuadro, para darle un aspecto de sabia visualidad, basada en las graduaciones de la luz natural a que debía de verse. Brown (op. cit) afirma que “la extraordinaria libertad de ejecución vino sin duda propiciada por la ubicación original del cuadro, pero esta no basta para explicar los atajos técnicos utilizados por el pintor. Se trata más bien, y especialmente para la mirada acostumbrada a la experiencia del arte moderno, de que Velázquez ha llegado de manera intuitiva a comprender la naturaleza dual del arte de la pintura, es decir, su capacidad para crear formas y a la vez expresar su propia esencia”.
Como señala Pantorba (1955, págs. 203-4) “en esa tira de tela dos figuras humanas y una vaca no pueden componerse con más acierto, con mayor equilibrio. El juego de las grandes masas y las zonas luminosas, en grave acorde con las sombrías, alcanzan ese punto de lo insuperable que es sello velazqueño...
Las formas, robustas, se modelan con asombrosa sencillez, con brío y sin esfuerzo; como quien dice, abocetando”.
En cuanto al propio concepto del tema, Velázquez parte de ese aggiomamemo tan típico de la cultura española del Siglo de Oro al tratar los ternas mitológicos: despojarlos de todo énfasis, “volcar el mito del revés”, como dijo Ortega y Gasset (1943, ed. española 1950, pág. 481), ponerlo en relación con la realidad cotidiana; lo mismo sucede en el Marte o en La fragua de Vulcano. El sombrero alado de Mercurio se convierte en un viejo chambergo de plumas tiesas, propio de ese rufián que, tras adormecer al guardián de la vaca con la música de su flauta, se arrastra sigiloso empuñando disimuladamente la espada que ha de asestar el golpe mortal, descubriendo, al caer su harapienta capa, una musculatura de jayán, mas que de mensajero del Olimpo.
Argos, aunque inspirado (más o menos) en la estatua romana del Galo moribundo (Museo Capitolino, Roma), tiene una asombrosa naturalidad en su aspecto de gañán traspuesto. La cabeza, casi enteramente cubierta por el pelo lacio, no carece de nobleza y atrae la simpatía del espectador. Hay en esta figura, adaptada al estrecho espacio del lienzo, algo de la euritmia de los personajes de las esquinas de los frontones clásicos. La luz se apoya en esas piernas, en la mano pesadamente caída, en el pecho, semidescubierto ya a la agresión. La vaca completa esa composición (de la que es causa) con un deslizarse hacia la izquierda que acentúa el afán de huida de Mercurio. Una mancha verdosa y unos sueltos celajes de atardecer completan la atmósfera dormida, pero a la vez tensa, de esta obra maestra.
La fábula, muy conocida, figura en el Libro I de la Metamorfosis de Ovidio. Júpiter, enamorado de Io, la envolvió en una espesa neblina para detenerla en su huida y gozarla "sin enfados" (como dice Pedro Sánchez de Viana en su versión castellana de 1589). Asombrada de esa repentina oscuridad, Juno, esposa de Júpiter, sospecha una nueva infidelidad de su marido; y bajando del Empíreo a la tierra, esparce y deshace la nube. Júpiter tiene el tiempo justo de transformar a Io en una bella ternera. Juno, desconfiada, se la pide como regalo y el infiel no se atreve a negarse. La diosa deja a la metamorfoseada ninfa al cuidado del pastor Argos, que tenía la cabeza ceñida por cien ojos, que descansaban a parejas, mientras el resto vigilaba. Júpiter envía a Mercurio, su mensajero divino, que, haciéndose el encontradizo con Argos, le invita a un recital de flauta o siringa, con ritmos tan muelles que consigue que el pastor cierre sus cien ojos; en cuanto le ve dormido, le da muerte y huye con la ternera. Juno, compadecida, recoge los cien ojos de Argos y los coloca en la cola del pavo real, su animal favorito y emblemático.
Es evidente que Velázquez no ha pintado el centenar de ojos cerrados. Argos es un simple guarda fatigado. Tampoco los pintó P. P. Rubens en su cuadro de este tema para la Torre de la Parada, cazadero de Felipe IV (Prado, n.° 1673), en cuyo lienzo contrasta la barroca energía del asesino y de la vaca con la abrumada siesta de Argos. No hay aquí ese silencio, esa cautela del cuadro velazqueño.
Es interesante comparar esos temas con la escultura de Thorvaldsen Hermes (o Mercurio, Museo del Prado, Casón del Buen Retiro), versión neoclásica y noble del traicionero dios del comercio, aunque lleve como emblemas, no el caduceo ni el gorro, sino las armas que empleó contra Argos, la siringa y la espada a medio desenvainar.
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