Cristo crucificado.
Lienzo. 248 x 169 cm. Madrid. Museo del Prado, 1167
PROCEDENCIA: En la sacristía del convento de Benedictinas de San Placido, de Madrid, entre 1628 y 1808. Pasó a la colección de Godoy, y figura inventariado entre sus bienes. La condesa de Chinchón, su esposa, lo ofreció en venta en París entre 1826 y 1828. Después de su muerte, ocurrida en 1828, el duque de San Fernando, su cuñado y uno de sus legatarios, regalo el lienzo a Fernando VII, quien en 1829 lo envió al Museo.
Lienzo. 248 x 169 cm. Madrid. Museo del Prado, 1167
PROCEDENCIA: En la sacristía del convento de Benedictinas de San Placido, de Madrid, entre 1628 y 1808. Pasó a la colección de Godoy, y figura inventariado entre sus bienes. La condesa de Chinchón, su esposa, lo ofreció en venta en París entre 1826 y 1828. Después de su muerte, ocurrida en 1828, el duque de San Fernando, su cuñado y uno de sus legatarios, regalo el lienzo a Fernando VII, quien en 1829 lo envió al Museo.
BIBLIOGRAFÍA: Curtis 12, Mayer 13, Pantorba 54, López Rey 14, Bardi 43, Gudiol 98.
Este cuadro forma parte de un grupo de obras de tema religioso que Velázquez pinta a comienzos de los treinta y entre las que figuran el Cristo de las Bernardas del Museo del Prado, la Tentación de Santo Tomás de la catedral de Orihuela y el Cristo tras la Flagelación de la National Gallery de Londres; la más popular es este Cristo crucificado (que el catálogo del Museo del Prado supone pintado hacia 1632), no solo por su valor estético y emotivo, que ha inspirado a varios poetas, en particular a Miguel de Unamuno en el libro El Cristo de Velázquez, y que lo ha convertido, durante largo tiempo, en ilustración idónea para los recordatorios de difuntos, sino también por las leyendas que acompañan su origen, en relación con el convento de Benedictinas de San Plácido, en Madrid.
Este cuadro forma parte de un grupo de obras de tema religioso que Velázquez pinta a comienzos de los treinta y entre las que figuran el Cristo de las Bernardas del Museo del Prado, la Tentación de Santo Tomás de la catedral de Orihuela y el Cristo tras la Flagelación de la National Gallery de Londres; la más popular es este Cristo crucificado (que el catálogo del Museo del Prado supone pintado hacia 1632), no solo por su valor estético y emotivo, que ha inspirado a varios poetas, en particular a Miguel de Unamuno en el libro El Cristo de Velázquez, y que lo ha convertido, durante largo tiempo, en ilustración idónea para los recordatorios de difuntos, sino también por las leyendas que acompañan su origen, en relación con el convento de Benedictinas de San Plácido, en Madrid.
En efecto, se cuenta que el rey Felipe IV lo hizo pintar como expiación de un enamoramiento sacrílego que había concebido hacia una joven religiosa, aprovechando la vecindad del edificio con la vivienda del protonotario de Aragón, don Jerónimo de Villanueva, quien, sospechoso de tercería en tan escabroso asunto, fue apresado por la Inquisición y trasladado inmediatamente a su prisión en Toledo, en una de las caídas mas vertiginosas de un político, que recoge José Pellicer y Tovar (1790). También se hablaba de una campana misteriosa que sonaba lúgubremente a difuntos en la espadaña del convento, para avisar al rey. Otros piensan que el cuadro fue ofrecido al convento tras el proceso que lo había condenado cinco años antes.
Es un cuadro sereno, correcto, con un Cristo apolíneo, con muy escasas gotas de sangre, y con los pies apoyados en su subpedáneo, que aumenta su aspecto de reposo, mas que de tormento. Esos pies están sujetos con sendos clavos, semejantes a los de las manos, que suman así cuatro, según aconseja el maestro de Velázquez, Francisco Pacheco, que pintó en 1614 un mismo tema de modo semejante.
El cuerpo y miembros, muy suavemente modelados, reciben una luz clara que procede del ángulo superior izquierdo, como suele en los cuadros caravagistas, pero sin acentuar las sombras, cosa innecesaria, ya que el Cristo y la cruz se recortan sobre un fondo casi negro. En el Velázquez de Leon-Paul Fargue (1946, n.° 10) se subraya que el pintor ha trabajado sobre un modelo vivo.
La cruz es de brazos largos, bien desbastada y clavada, obra de buen carpintero; sobre su parte superior esta sujeto el letrero trilingüe (en vez del solito y simple INRI) muestra de la cultura y cuidado de exactitud del pintor. "Adosado al madero, antes que pendiente de él, este Jesús parece sumido en dulce sueño, antes que muerto por muerte amarga", escribe Pantorba (1955, V, pág. 119). Lo mas dramático puede ser la cabeza, caída sobre el pecho, coronada de espinas que forman una diadema estrecha, sujetando el pelo, que se derrama hacia la herida, apenas sangrante, del costado derecho. Una obstinada tradición oral, todavía oída, explica esta ocultación de la mitad del rostro del Señor por un movimiento de impaciencia de Velázquez (él, tan flemático, según escribía su regio patrono) lanzando los pinceles contra el lienzo y logrando así, por casualidad, un efecto que, como todos los suyos, tan discretos, procede de una madura reflexión.
Ponz (1776, V) vio este lienzo en la sacristía de San Placido. Según Ceán Bermúdez, el lienzo seguía allí en 1800, lo que anula la teoría de que lo comprase antes el infante don Luis, hermano de Carlos III y padre de la condesa de Chinchón. En 1807 el francés Quilliet (1816), de paso por Madrid, lo vio y pretendió comprarlo. Cree Pantorba que por ese tiempo pasó a poder de Godoy, acaso interviniendo Quilliet. El caso es que, a la caída del favorito, el cuadro fue confiscado en 1813, en unión de sus bienes; al año siguiente fue devuelto a su esposa, la condesa de Chinchón, quien anunció su venta en París, en 1826.
El Museo del Prado propuso su adquisición en 30.000 reales, pero al fallecer la condesa, sus herederos mostraron su disconformidad. Por fortuna para el Museo, el duque de San Fernando de Quiroga, a quien se legó la "alhaja" que escogiese, eligió este cuadro, que regalo al rey Fernando VII, quien, en 1829, lo donó al Prado.
Palomino, Ponz, Madrazo, Curtis y Cruzada Villaamil, así como Mayer, hablan de copias de este cuadro, que al parecer, tenía un fondo de paisaje, que hoy desaparece por el ennegrecimiento de la obra. Se ha hablado asimismo de figuras a ambos lados: lo que Trapier (1948, pág. 126) llama, con gracia, la leyenda negra de este lienzo.

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