
José Ortega y Gasset había prestado atención a Velázquez desde que era joven. En 1916, resaltaba sobre todo el vertiginoso ascenso que su fama había experimentado entre los ingleses y franceses desde la segunda mitad del siglo XIX.
Ortega se quejaba de la displicencia que, por el contrario, los españoles habían mostrado tradicionalmente por el artista. De hecho, había tenido que ser el pintor francés Édouard Manet el que nos enseñara a apreciar su pintura y, especialmente, su modernidad impresionista, confirmando así que todo estilo artístico prolongaba en uno u otro sentido el arte del pasado. En aquellos primeros años, Ortega parecía aplicar a Velázquez el famoso dicho de que nadie es profeta en su tierra, al tiempo que restituía con ello la admiración robada durante siglos al excepcional artista sevillano.
Pero en los Papeles sobre Velázquez y Goya (1943)7, que es la obra más importante que Ortega dedicó a este pintor, su interés se desplazaba hacia otros asuntos. Quedémonos, en primer lugar, con la idea de que Velázquez pertenecía a la misma generación de Ribera, Zurbarán y Alonso Cano, representantes principales del realismo español. Sin embargo, y como si el filósofo quisiera destacar su excepcionalidad y desacreditar la tesis de determinados historiadores que difundieron el carácter naturalista o verista de su pintura, Ortega defendía que, a diferencia de aquellos otros, Velázquez no había llegado a ser un verdadero realista, en el sentido de que enfatizara lo tangible o lo material, ya que sus figuras ostentaban más bien propiedades cercanas a lo fantasmagórico. Para Ortega, esa cualidad habría empezado a despuntar a partir del momento en que el artista es nombrado pintor de cámara del rey Felipe IV y comienza a liberarse de las ataduras de su principal influencia juvenil, la del tenebrista y naturalista Michelangelo Merisi da Caravaggio, tan determinante en el desarrollo de la pintura italiana y española contemporáneas.
Pero en los Papeles sobre Velázquez y Goya (1943)7, que es la obra más importante que Ortega dedicó a este pintor, su interés se desplazaba hacia otros asuntos. Quedémonos, en primer lugar, con la idea de que Velázquez pertenecía a la misma generación de Ribera, Zurbarán y Alonso Cano, representantes principales del realismo español. Sin embargo, y como si el filósofo quisiera destacar su excepcionalidad y desacreditar la tesis de determinados historiadores que difundieron el carácter naturalista o verista de su pintura, Ortega defendía que, a diferencia de aquellos otros, Velázquez no había llegado a ser un verdadero realista, en el sentido de que enfatizara lo tangible o lo material, ya que sus figuras ostentaban más bien propiedades cercanas a lo fantasmagórico. Para Ortega, esa cualidad habría empezado a despuntar a partir del momento en que el artista es nombrado pintor de cámara del rey Felipe IV y comienza a liberarse de las ataduras de su principal influencia juvenil, la del tenebrista y naturalista Michelangelo Merisi da Caravaggio, tan determinante en el desarrollo de la pintura italiana y española contemporáneas.
Para Ortega, desde los bodegones que el joven Velázquez pinta en Sevilla hasta el lienzo Las Hilanderas se aprecia, de hecho, una trayectoria rectilínea caracterizada por el inicial influjo caravaggiesco, de claroscuro violento y luz fuertemente dirigida, que va suavizándose paulatinamente hasta el punto de lograr una obra que se desase pictóricamente de la realidad. En este momento, la pintura de Velázquez habría llegado a ser lo que es, una pintura satisfecha de haber abandonado el temprano carácter escultórico y eliminado la corporalidad y el volumen de los objetos para hacer de éstos meras entidades visuales o fantasmas planos de puro color. Para ello, habría reducido radicalmente la transcripción fiel del objeto atenuando su modelado y sus colores locales; habría también creado una atmósfera de indecisión en la relación espacial de las figuras; y, finalmente, habría reducido considerablemente la cantidad de pasta logrando que pareciera acuarela. La importancia de Velázquez radicaría en definitiva en haber sustituido el tradicional carácter táctil de la pintura (especialmente de la realista española contemporánea) por el meramente visual.
Como bien lo expresa Ortega con ciertos guiños neokantianos: "Las Meninas vienen a ser algo así como la crítica de la pura retina". Entidades sin cuerpo, hechas sólo de manchas coloreadas, serían por tanto los rasgos más sobresalientes de los protagonistas de Las Meninas, de Las Hilanderas o del mismísimo papa Inocencio X: "Son documentos de una exactitud extrema, de un verismo insuperable, pero a la vez son fauna fantasmagórica".
Desde el punto de vista de la creación artística, esa trayectoria hacia la pura visibilidad supondría, para Ortega, la sustitución paralela de la mirada próxima por la lejana. Si la primera acentúa el volumen de las cosas, la segunda hace vencer la perspectiva y aplana los cuerpos.
Desde el punto de vista de la creación artística, esa trayectoria hacia la pura visibilidad supondría, para Ortega, la sustitución paralela de la mirada próxima por la lejana. Si la primera acentúa el volumen de las cosas, la segunda hace vencer la perspectiva y aplana los cuerpos.
Las razones últimas de este proceder podrían encontrarse (siempre desde la perspectiva de Ortega) en el cambio radical de vida que Velázquez experimenta en palacio, cuando, eximido de las obligaciones del oficio de pintor, se puede permitir el lujo de relajarse y distanciarse de la propia pintura. El análisis psicológico que emprende Ortega de la vida palaciega de Velázquez le conduce a sostener la interesante tesis de que el artista sevillano, pionero en esta cuestión, consigue a partir de ese crucial momento tomarse el arte como estricto arte. Esta pureza creadora sería pues y en última instancia la responsable del carácter fantasmal y meramente visual de la obra del artista sevillano. Y ese rasgo imposibilitaría tachar su pintura de realista y compararla con la de los demás representantes de la escuela barroca española.
Según Ortega, Velázquez se dirige distante hacia los objetos, no para representarlos en el lienzo tal y como ellos son, sino para "desrealizarlos" o extraerlos de la opresión que les confiere la realidad. En ello radica uno de los factores de su excepcionalidad artística e histórica.
En los Papeles sobre Velázquez y Goya se defiende esa excepcionalidad con otros argumentos. Merece la pena destacar el que atañe al tópico artístico de la belleza. Ortega tiene en mente el concepto renacentista de lo bello que aprendió de los textos de Mengs, y que viene a expresar la voluntad de perfeccionamiento de las cosas. Bello es para Ortega justamente lo que no es, lo que ha sido embellecido (falseado) para garantizar la complacencia estética. Se trata, para él, de la característica principal de la pintura italiana del Renacimiento que, en tanto traiciona el aspecto real de las cosas, no puede tampoco considerarse como realista. Más que con el naturalismo, la belleza se relacionaría, en la estética de Ortega, con la estilización, es decir, con la transformación o manipulación del objeto ejecutada en función de un ideal predeterminado de belleza. Por eso sostiene el filósofo que el ideal de lo bello suele conducir (tal vez degenerar) el arte hacia el manierismo, que constituye el ejercicio de estilización por antonomasia.
Pues bien, según opina Ortega, en contra de esa realidad sublimada que nos presenta el arte bello, Velázquez se habría decantado por la realidad sin más, negando la propiedad históricamente más importante del arte, pero sin dejarse llevar por la excesiva delectación material característica de los pintores realistas españoles. Su obra ocuparía así (y en ello radicaría también su valor y su excepcionalidad) un término medio entre la idealización estética falseadora, de origen renacentista y que sacrifica la realidad a la belleza, y el realismo vulgar de los pintores de la escuela española, que supedita, por el contrario, el deleite estético al naturalismo y a la búsqueda de la autenticidad.
En los Papeles sobre Velázquez y Goya se defiende esa excepcionalidad con otros argumentos. Merece la pena destacar el que atañe al tópico artístico de la belleza. Ortega tiene en mente el concepto renacentista de lo bello que aprendió de los textos de Mengs, y que viene a expresar la voluntad de perfeccionamiento de las cosas. Bello es para Ortega justamente lo que no es, lo que ha sido embellecido (falseado) para garantizar la complacencia estética. Se trata, para él, de la característica principal de la pintura italiana del Renacimiento que, en tanto traiciona el aspecto real de las cosas, no puede tampoco considerarse como realista. Más que con el naturalismo, la belleza se relacionaría, en la estética de Ortega, con la estilización, es decir, con la transformación o manipulación del objeto ejecutada en función de un ideal predeterminado de belleza. Por eso sostiene el filósofo que el ideal de lo bello suele conducir (tal vez degenerar) el arte hacia el manierismo, que constituye el ejercicio de estilización por antonomasia.
Pues bien, según opina Ortega, en contra de esa realidad sublimada que nos presenta el arte bello, Velázquez se habría decantado por la realidad sin más, negando la propiedad históricamente más importante del arte, pero sin dejarse llevar por la excesiva delectación material característica de los pintores realistas españoles. Su obra ocuparía así (y en ello radicaría también su valor y su excepcionalidad) un término medio entre la idealización estética falseadora, de origen renacentista y que sacrifica la realidad a la belleza, y el realismo vulgar de los pintores de la escuela española, que supedita, por el contrario, el deleite estético al naturalismo y a la búsqueda de la autenticidad.
Para Ortega, las mitologías pictóricas de Velázquez constituirían los mejores ejemplos. En lugar de idealizar, Velázquez "tiraría" de los mitos hacia abajo hasta reintegrarlos desprestigiados en la realidad mundana, y después los traspasaría al lienzo en la forma superior del realismo de lo fantasmal.
Negación de la belleza, desmitologización de la mitología o desrealización de las cosas serían, pues, algunas de las características que Ortega divisa únicamente en la pintura de Velázquez. En su caso, no se trataría de que el artista represente o plasme pictóricamente la esencia de lo español, sino de que posee una serie de cualidades estéticas que lo diferencian y lo distancian de las habituales en la época, y que permiten, por tanto, afirmar, que el artista sevillano constituye en su oficio una excepción.
Negación de la belleza, desmitologización de la mitología o desrealización de las cosas serían, pues, algunas de las características que Ortega divisa únicamente en la pintura de Velázquez. En su caso, no se trataría de que el artista represente o plasme pictóricamente la esencia de lo español, sino de que posee una serie de cualidades estéticas que lo diferencian y lo distancian de las habituales en la época, y que permiten, por tanto, afirmar, que el artista sevillano constituye en su oficio una excepción.
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