EL INFANTE DON CARLOS


El infante don Carlos. Lienzo. 209 x 125 cm
Madrid. Museo del Prado, 1188

PROCEDENCIA Estuvo en el Alcázar hasta 1734 y posteriormente en el Palacio Nuevo hasta 1816. Pasó en esta fecha a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, desde donde llegó al Museo en 1827.
BIBLIOGRAFÍA Curtis 144, Mayer 294, Pantorba 31, López Rey 326, Bardi 34, Gudiol 44.


Este retrato, el más atractivo y elegante de la época llamada "grísea" de Velázquez, fue pintado, según el catálogo del Museo del Prado, hacia 1626-27, poco antes del primer viaje a Italia del pintor. Otros autores lo adelantan a 1623 ó 25, aunque es más verosímil la fecha primeramente indicada, ya que el modelo, nacido el 15 de septiembre de 1607, aparenta en el retrato unos veinte años.
 
Es notoria su semejanza estética y cromática (o apenas cromática) con los retratos contemporáneos de su hermano el rey, especialmente los de cuerpo entero del Metropolitan Museum de Nueva York, y del Museo del Prado; no es tan grande el parecido físico, pero existe, con Felipe IV y con el cardenal-infante don Fernando, un aire familiar, aunque las facciones de don Carlos sean menos correctas, en especial la nariz grande, y más expresivas. El belfo, en cambio, se disimula un tanto con una barbilla más modelada y los ojos se fijan en el espectador, no acabamos de saber si con simpatía o con recelo, pero en todo caso con cierto interés, más humano que la semidivina distancia que nos impone la sacra y real majestad. Posiblemente por esto, es decir, por no sentirse soberano de las Españas y representante de Dios en la tierra (como Calderón de la Barca trata al rey, comparándolo con Cristo en el Santísimo Sacramento, en su auto-sacramental de El nuevo Palacio del Retiro), don Carlos adopta una postura más libre y elegante.
 
Sus pies, aunque con el empeine aplastado y la extraña forma de los zapatos de corte, se posan en el suelo con firmeza y gallardía; su apostura es más garbosa, hasta su traje negro, con realces de trencilla gris, admirablemente pintado, es más hermoso que el del rey o acaso mejor llevado. La golilla es en todo semejante a la de Felipe, pero no parece sujetar tanto la cabeza, y hasta el peinado, con patillas caídas y ligero tupé, siendo semejante, parece más ligero. Pero lo que caracteriza mejor la apostura del infante son sus manos, en especial la diestra, que recoge, por un dedil, con infinito desgaire, un guante, mientras el otro viste la mano que sostiene, con naturalidad, el sombrero de fieltro, también negro.
 
Aumenta la dignidad del personaje una soberbia cadena de oro, puesta en bandolera sobre el pecho, bajo la que cuelga de un cordelito el Toisón de Oro.
 
El fondo contribuye a la belleza de esta silueta, de un gris de penumbra, admirablemente hueco, profundo y vacío, en el que apenas se marca la línea de sutura entre suelo y muro. La ausencia de muebles emblemáticos, ineluctables en los retratos del rey, da a esta silueta y a su sombra en tierra, una libertad que otras no gozan. Esa mano derecha, bien formada y asombrosa-mente pintada, de la que cuelga distraídamente el guante, es lo más singular, casi "pre-dandy" de este extraordinario retrato, tan insuperable en su sencillez.

Don Carlos fue el segundo hijo varón de Felipe III y de Margarita de Austria. Nacido, como se ha dicho, en 1607, había de morir en 1632, unos cinco años después de ser retratado por Velázquez, víctima de ese sino enfermizo, fruto de las bodas entre parientes cercanos, que fue dando al traste con la hegemonía de la familia de los Habsburgo españoles, concluida en la esterilidad de Carlos II, último hijo de Felipe IV, que Velázquez ya no llegó a retratar.
 
Éste fue el único retrato de don Carlos, el infante, pintado por Velázquez. Se creyó que representaba a Felipe IV, confundido con el del "memorial", hasta que lo identificó Madrazo, basándose en un grabado de Elias Wideman.
 
De este personaje se tienen pocas noticias fidedignas. Según unos autores, cuya opinión recoge el catálogo del Museo, "tuvo aficiones pictóricas y poéticas"; otros, en cambio, como escribe Pantorba, "no lo hacen pasar de la línea del semibobo". Don Manuel Azaña, comentando una noticia de un cronista antiguo, de que "apenas pudo aprender las letras", dice que eso ya se advierte mirando este retrato, lo que nos parece totalmente injusto. El embajador Mocénigo, veneciano, nos lo presenta tan callado y sometido a su hermano, de quien no se apartaba, que era difícil adivinar su "inclinación".
 
Al parecer, era enemigo de Olivares y la alta calentura que le produjo una discusión con el valido precipitó su muerte; otros, en cambio, atribuyen al conde duque su supuesto envenenamiento. Pantorba se inclina a creer, con otros historiadores, que fueron los placeres de la carne la causa de su temprana muerte. Para Camón Aznar, el infante era "de índole afable, de carácter indolente, taciturno y sin ambiciones políticas. Se le quiso alejar de la corte por celos del conde duque. Se pensó nombrarle virrey de Sicilia y gobernador de Portugal... Era distinguido poeta".
 
Camón reproduce dos tercetos de un soneto que don Carlos dedicó a cierta doña Ana de Sande; de ser auténticos, desmienten las teorías de poca inteligencia del infante:
 
"...Mas ya tanto la pena me maltrata,
que vence al sufrimiento, ya no espero
vivir alegre; el llanto se desata
y otra vez de la vida desespero,
pues si me quejo, tu rigor me mata
y si callo mi mal, dos veces muero".
 
Para Camón Aznar murió de las fatigas del calor de un viaje con la corte, de regreso de Barcelona a Madrid (1964, págs. 347 y ss.). Recoge la noticia de Jesús Hernández Perera sobre la gran cadena de oro que le regaló su hermana, María de Hungría, con motivo de su cumpleaños, el 15 de septiembre de 1628, que puede ser la que luce terciada en el retrato y puede fijar la datación de este cuadro. Beruete dictamina, con razón, que este retrato es "el más bello de los del periodo a que pertenece".



No hay comentarios:

Publicar un comentario