Los borrachos o El triunfo de Baco
Lienzo. 165 x 188 cm Madrid. Museo del Prado, 1170
PROCEDENCIA Figura en los inventarios del Alcázar de 1636, 1666, 1686 y 1700. Salvado del incendio del Alcázar, después de 1734 estuvo en el Palacio del Buen Retiro. En 1772 y 1794 está citado en los inventarios del Palacio Real. Ingresó en el Prado en 1819.
Lienzo. 165 x 188 cm Madrid. Museo del Prado, 1170
PROCEDENCIA Figura en los inventarios del Alcázar de 1636, 1666, 1686 y 1700. Salvado del incendio del Alcázar, después de 1734 estuvo en el Palacio del Buen Retiro. En 1772 y 1794 está citado en los inventarios del Palacio Real. Ingresó en el Prado en 1819.
BIBLIOGRAFÍA Curtis 27, Mayer 51, Pantorba 36, López Rey 57, Bardi 39, Gudiol 53.
Es acaso el cuadro más reproducido de Velázquez, tanto en libros como en postales, estampas (entre ellas, el aguafuerte de Goya que figura en el fondo del Retrato de Zola de Edouard Manet), calendarios, carteles, etc., hasta convertirse en un lugar común de nuestra pintura.
Mientras tanto, ensayistas como Ortega y Gasset y Eugenio d'Ors se han enfrentado con él. Suele considerarse como un trasunto de "la otra cara" de la medalla de Velázquez, una España picaresca "hermana de las desenfadadas novelas costumbristas de nuestro Siglo de Oro" (Pantorba, 1955, pág. 95). "Velázquez llegó a dominar la técnica de su arte, pintó mejor otros cuadros; en ninguno desplegó tanto vigor y tanta intensidad de expresión: por eso es entre todos sus lienzos el preferido de muchos", escribre J. O. Picón (1947, pág. 92).
La obra fue pintada en Madrid, según Mayer en 1626, y en parte retocada al regreso del viaje a Italia, en 1631. En todo caso, fue pagada por cédula de 22 de julio de 1629, así que es probable que fuera pintada en los meses precedentes (1628-29). Para Stirling sería anterior, de 1624.
Trapier recuerda que se ha dicho que Velázquez continuó pintando "bodegones" (o cocinas) después de su traslado a Madrid y el modo como concibe el tema mitológico del triunfo de Baco lo confirma (Trapier, 1948, pág. 139 y ss.).
En realidad y siguiendo una tradición poética española, la de la ridiculización de las fábulas mitológicas examinadas en otro lugar (Gállego, 1972, 1.ª parte) vuelve el mito del revés, como diría Ortega y Gasset o, acaso, toma modelo de la realidad más vulgar para convertirla en un bodegón a lo divino... mitológico.
La cédula de 1629 hace mención de los cien ducados pagados "por cuenta de una pintura de Baco que ha hecho para mi servicio" según dice el rey, que ordena se le abonen trescientos más por otras pinturas.
Se ha supuesto que ese tema mitológico y ese aire jovial del tema fueron inspirados a Velázquez por Rubens en su viaje a Madrid a partir de agosto de 1628. Es posible que el flamenco contara a Velázquez una mascarada celebrada pocos años antes en Bruselas, en presencia de los gobernadores Alberto e Isabel Clara Eugenia, como indica don Pedro de Madrazo, en la que un personaje montado en un tonel, aparentemente desnudo (aunque vestido de lienzo ajustado) con guirnaldas o diademas de parra y racimos, entró cabalgando en un tonel acompañado de ocho mancebos, haciendo fiesta. No es necesario ir tan lejos, y el propio Estebanillo González habla en sus exageradas "Memorias" de un carro de cabalgata con un cortejo semejante.
El aspecto vulgar de esta mitológica escena, tan distinto de las en boga en Italia y Francia por la misma época, ha motivado que el título serio de Triunfo de Bazo haya caído en desuso y que todo el mundo conozca esta obra con el de Los Borrachos, que la ha hecho famosa.
Sin embargo, se trata bien de un triunfo mitológico, aunque al modo velazqueño, donde la gravedad y la ironía se compenetran.
El cuadro, apaisado, pudiera dividirse en dos mitades: la de la izquierda (del espectador) casi italiana, muy cercana, en el bello joven adiposo que representa al dios del vino, de los modelos algo ambiguos de Caravaggio, contemplado por otro joven medio desnudo y recostado, que alza en su brindis una copa melada, digna de Tiziano, mientras un tercero, acurrucado y de espaldas, coronado de pámpanos como los anteriores, pero vestido de un gabán incierto, sirve de contrapunto; y otra, a la derecha, con los seis personajes populares, tres de los cuales (un soldado, un hombre cano de cierta posición y un flaco y feo astroso, que se lleva la mano al pecho en señal de rendimiento y devoción) están arrodillados ante el falso dios, mientras otro, del que sólo vemos el busto, nos mira con regocijo brindándonos un tazón de vino, con un rostro riberesco de "filósofo" (Arquímedes?, Prado), abrazado por otro, de aire más embrutecido, tras el que llega el sexto, embozado, quitándose respetuosamente el sombrero. El soldado, inclinándose hacia las rodillas de Baco, con las manos juntas y aire de veneración, algo ridículo con sus calzas arrugadas, recibe la corona de hojas, en una trasposición casi litúrgica de una ceremonia religiosa. El canoso, con una noble cabeza bastante seria, envuelto en una magnífica capa colorada, alza levemente su vaso de vino (de vidrio, como corresponde a su mejor clase social) fijando respetuosamente sus ojos en Baco. Tanto su compañero el flaco y de barba mal puesta como el recién llegado que se descubre no ofrecen sino señales de adoración y respeto. Sólo la pareja de frente, el del tazón y su titubeante compadre, dan una nota cómica a esta composición, no tan lejana (mutatis mutandis como hubiera dicho un Padre de la Compañía) de una irrespetuosa adoración de los Magos. Hay algo casi sacro en esta burlesca mitología, bastante sorprendente.
Si no viéramos sino la parte izquierda, en especial la figura de Baco (abstracción hecha del tonel) pudiera parecernos una obra grave, con esa figura bien modelada y esa cabeza no exenta de una belleza sensual, coronada de hojas de parra, que dirige una mirada de soslayo, pensativa, nada cómica, casi interrogante. No creo en el "gigante ateo" que algunos (autorretratándose) han querido ver en Velázquez; don Diego era, como corresponde a su nacimiento, educación y empleo, un caballero cristiano, y en ese carácter pintó sus cuadros religiosos. Pero su inteligencia despierta, amiga de paradojas, no dejó de introducir en esta extraña bacanal, tan inmóvil como silenciosa, un aire sacro que quizás no pretendía.
Por lo demás, el cuadro no es tan "proto-zuloaguesco" como parece; nos engaña el gesto de risa riberesca del hombre del tazón, que, mirándonos fijamente, nos hace creer que se trata de una juerga entre pícaros.
Para emplear un adjetivo anacrónico, es menos "expresionista" de lo que aparenta. Lo cuidadoso y rico de su factura y materia justifican el entusiasmo de J. O. Picón. Todo ello se construye en una gran aspa, cuya intersección coincide con la cabeza del devoto soldado, ante cuyas rodillas Velázquez vuelve a ser el maravilloso pintor de vidrios y cacharros de Sevilla; los pámpanos del rincón izquierdo y el precioso y refinado paisaje castellano dan a este misteriosa escena el noble marco que le corresponde.
Es la primera de las grandes escenas velazqueñas y acaso la mejor compuesta. Existe una réplica de fines del siglo XVII en el Museo de Capodimonte en Nápoles que algunos han creído del propio pintor, aunque más verosímil copia, por lo demás pintada al temple, lo que no es propio del maestro.
Hay otros cuadros inspirados en Los borrachos de menor interés, al carecer de su misteriosa y paradójica seriedad.
Mientras tanto, ensayistas como Ortega y Gasset y Eugenio d'Ors se han enfrentado con él. Suele considerarse como un trasunto de "la otra cara" de la medalla de Velázquez, una España picaresca "hermana de las desenfadadas novelas costumbristas de nuestro Siglo de Oro" (Pantorba, 1955, pág. 95). "Velázquez llegó a dominar la técnica de su arte, pintó mejor otros cuadros; en ninguno desplegó tanto vigor y tanta intensidad de expresión: por eso es entre todos sus lienzos el preferido de muchos", escribre J. O. Picón (1947, pág. 92).
La obra fue pintada en Madrid, según Mayer en 1626, y en parte retocada al regreso del viaje a Italia, en 1631. En todo caso, fue pagada por cédula de 22 de julio de 1629, así que es probable que fuera pintada en los meses precedentes (1628-29). Para Stirling sería anterior, de 1624.
Trapier recuerda que se ha dicho que Velázquez continuó pintando "bodegones" (o cocinas) después de su traslado a Madrid y el modo como concibe el tema mitológico del triunfo de Baco lo confirma (Trapier, 1948, pág. 139 y ss.).
En realidad y siguiendo una tradición poética española, la de la ridiculización de las fábulas mitológicas examinadas en otro lugar (Gállego, 1972, 1.ª parte) vuelve el mito del revés, como diría Ortega y Gasset o, acaso, toma modelo de la realidad más vulgar para convertirla en un bodegón a lo divino... mitológico.
La cédula de 1629 hace mención de los cien ducados pagados "por cuenta de una pintura de Baco que ha hecho para mi servicio" según dice el rey, que ordena se le abonen trescientos más por otras pinturas.
Se ha supuesto que ese tema mitológico y ese aire jovial del tema fueron inspirados a Velázquez por Rubens en su viaje a Madrid a partir de agosto de 1628. Es posible que el flamenco contara a Velázquez una mascarada celebrada pocos años antes en Bruselas, en presencia de los gobernadores Alberto e Isabel Clara Eugenia, como indica don Pedro de Madrazo, en la que un personaje montado en un tonel, aparentemente desnudo (aunque vestido de lienzo ajustado) con guirnaldas o diademas de parra y racimos, entró cabalgando en un tonel acompañado de ocho mancebos, haciendo fiesta. No es necesario ir tan lejos, y el propio Estebanillo González habla en sus exageradas "Memorias" de un carro de cabalgata con un cortejo semejante.
El aspecto vulgar de esta mitológica escena, tan distinto de las en boga en Italia y Francia por la misma época, ha motivado que el título serio de Triunfo de Bazo haya caído en desuso y que todo el mundo conozca esta obra con el de Los Borrachos, que la ha hecho famosa.
Sin embargo, se trata bien de un triunfo mitológico, aunque al modo velazqueño, donde la gravedad y la ironía se compenetran.
El cuadro, apaisado, pudiera dividirse en dos mitades: la de la izquierda (del espectador) casi italiana, muy cercana, en el bello joven adiposo que representa al dios del vino, de los modelos algo ambiguos de Caravaggio, contemplado por otro joven medio desnudo y recostado, que alza en su brindis una copa melada, digna de Tiziano, mientras un tercero, acurrucado y de espaldas, coronado de pámpanos como los anteriores, pero vestido de un gabán incierto, sirve de contrapunto; y otra, a la derecha, con los seis personajes populares, tres de los cuales (un soldado, un hombre cano de cierta posición y un flaco y feo astroso, que se lleva la mano al pecho en señal de rendimiento y devoción) están arrodillados ante el falso dios, mientras otro, del que sólo vemos el busto, nos mira con regocijo brindándonos un tazón de vino, con un rostro riberesco de "filósofo" (Arquímedes?, Prado), abrazado por otro, de aire más embrutecido, tras el que llega el sexto, embozado, quitándose respetuosamente el sombrero. El soldado, inclinándose hacia las rodillas de Baco, con las manos juntas y aire de veneración, algo ridículo con sus calzas arrugadas, recibe la corona de hojas, en una trasposición casi litúrgica de una ceremonia religiosa. El canoso, con una noble cabeza bastante seria, envuelto en una magnífica capa colorada, alza levemente su vaso de vino (de vidrio, como corresponde a su mejor clase social) fijando respetuosamente sus ojos en Baco. Tanto su compañero el flaco y de barba mal puesta como el recién llegado que se descubre no ofrecen sino señales de adoración y respeto. Sólo la pareja de frente, el del tazón y su titubeante compadre, dan una nota cómica a esta composición, no tan lejana (mutatis mutandis como hubiera dicho un Padre de la Compañía) de una irrespetuosa adoración de los Magos. Hay algo casi sacro en esta burlesca mitología, bastante sorprendente.
Si no viéramos sino la parte izquierda, en especial la figura de Baco (abstracción hecha del tonel) pudiera parecernos una obra grave, con esa figura bien modelada y esa cabeza no exenta de una belleza sensual, coronada de hojas de parra, que dirige una mirada de soslayo, pensativa, nada cómica, casi interrogante. No creo en el "gigante ateo" que algunos (autorretratándose) han querido ver en Velázquez; don Diego era, como corresponde a su nacimiento, educación y empleo, un caballero cristiano, y en ese carácter pintó sus cuadros religiosos. Pero su inteligencia despierta, amiga de paradojas, no dejó de introducir en esta extraña bacanal, tan inmóvil como silenciosa, un aire sacro que quizás no pretendía.
Por lo demás, el cuadro no es tan "proto-zuloaguesco" como parece; nos engaña el gesto de risa riberesca del hombre del tazón, que, mirándonos fijamente, nos hace creer que se trata de una juerga entre pícaros.
Para emplear un adjetivo anacrónico, es menos "expresionista" de lo que aparenta. Lo cuidadoso y rico de su factura y materia justifican el entusiasmo de J. O. Picón. Todo ello se construye en una gran aspa, cuya intersección coincide con la cabeza del devoto soldado, ante cuyas rodillas Velázquez vuelve a ser el maravilloso pintor de vidrios y cacharros de Sevilla; los pámpanos del rincón izquierdo y el precioso y refinado paisaje castellano dan a este misteriosa escena el noble marco que le corresponde.
Es la primera de las grandes escenas velazqueñas y acaso la mejor compuesta. Existe una réplica de fines del siglo XVII en el Museo de Capodimonte en Nápoles que algunos han creído del propio pintor, aunque más verosímil copia, por lo demás pintada al temple, lo que no es propio del maestro.
Hay otros cuadros inspirados en Los borrachos de menor interés, al carecer de su misteriosa y paradójica seriedad.
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