Doña Antonia de Ipeñarrieta y Galdós y su hijo don Luis
Lienzo. 215 x 110 cm . Madrid. Museo del Prado, 1196
PROCEDENCIA: Zarauz, palacio de los Corral, inventario de 1668. Pasa a los descendientes, marqueses de Narros, que lo llevan a Madrid a mediados del siglo XIX. Lo hereda la duquesa de Villahermosa, que lo lega (en unión del retrato de don Diego del Corral) al Museo, a su muerte en 1905. Museo del Prado desde 1905.
BIBLIOGRAFÍA Curtis 259, Mayer 540, Pantorba 43, López Rey 580, Bardi 46, Gudiol 69. Doña Antonia de Ipeñarrieta y Galdós, nació en Madrid, entre 1599 y 1603, según el catálogo del Museo; según Pantorba (y otros autores) pudo ser en Villarreal de Guipúzcoa, antes de 1598. Casada en primeras nupcias con don García Pérez de Araciel, al enviudar, en 1624, vuelve a casarse, 1627, con don Diego del Corral. Del primer matrimonio no tuvo hijos; del segundo, se dice que seis, que parece exagerado ya que don Diego murió en 1632. Tres años después fallecía doña Antonia.
Doña Antonia perteneció, en la corte, a la servidumbre del príncipe Baltasar Carlos, encargo de los llamados "de manga" porque el empleado no podía coger la mano de los niños, sino la manga, de las llamadas "bobas", como se ve en este retrato de Velázquez en el niño junto a doña Antonia. Eso hizo suponer que pudiera tratarse del príncipe, hasta que el inventario de los bienes de don Juan y don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, hijos de los citados (fechado en 1688, en la casa solariega de Zarauz) al hablar de sendos retratos, de Felipe IV (hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York), del Conde de Olivares (Museo de Sáo Paulo), de Don Diego del Corral y de doña Antonia, dice: "Otro de la Sra. doña Antonia de Ipeñarrieta con don Luis, su hijo".
El historial se complicó con un recibo, que don José Ramón Mélida encontró en el archivo de la casa ducal de Granada de Ega, en Zarauz, firmado por Velázquez, en Madrid, a 4 diciembre de 1624, en que el pintor declara cobrar a cuenta 800 reales por los retratos del rey, de su ministro y del primer marido de doña Antonia, retrato perdido, que hay quien ha creído sepultado bajo el del segundo marido, don Diego del Corral.
El retrato del niño don Luis, ¿fue añadido posteriormente? Muchos críticos piensan que sea de mano distinta a la de Velázquez o que lo realizaría hacia 1632. Pero los rayos X no revelan tales cosas. Con todo, es un retrato delicioso, que no merece las severas críticas de Beruete, Allende-Salazar y Pantorba.
Va vestido con un baquero a rayas rojas y negras, con mangas bobas, y un delicado delantal con muy buenos encajes, como los de cuello y puños; del delgado cinturón cuelga una campanilla. Es innegable, sin embargo, que no posee el empaste generoso de los retratos, casi contemporáneos, del príncipe niño Baltasar Carlos con un bufón del Museo de Boston, c. 1631 y el de la Wallace Collection, de Londres, c. 1632 en los cuales, por lo demás, Baltasar Carlos aparece, aunque con faldellines infantiles, con la banda y la bengala (o bastón de mando) propios de un general de las tropas reales, como corresponde a su linaje, y no con el aire pueril y apocado del niño conducido por doña Antonia, cuya mano empuña... una rosa y no una espada.
Doña Antonia va de negro, acaso por luto de su primer marido, con un traje de los llamados "de aceitera" porque la falda, cónica, recuerda la forma de ese recipiente. La moda del verdugado (que antecede al guardainfante) sobre el cual baja la punta del corpiño, con botones dorados, abona a favor de una datación anterior a 1630.
Esa forma rígida y geométrica, que apreciamos en su exageración en los retratos del reinado anterior (Bartolomé González, Rodrigo de Villandrando) va a comenzar a ablandarse en los de la reina Isabel de Francia, primera esposa de Felipe IV (casada en 1615 a los 13 años) de finales del decenio de 1620-30, y crece desmesuradamente en los de 1632, en donde se apunta ya la hinchazón del futuro guardainfante, que llegará a sus mayores exageraciones en tiempos de Carlos II (retratos de Carreño y de Martínez del Mazo), pero ya en los últimos de Velázquez (de doña Mariana de Austria y de las hijas de Felipe IV, María Teresa y Margarita).
La rigidez casi monacal de doña Antonia, la severidad atenta de su rostro, estarían de acuerdo con su situación de gobernanta del príncipe, en una corte donde la risa estaba casi prohibida. El sosiego y el distanciamiento eran de regla en la corte de un rey amigo de diversiones; doña Antonia, por su silueta y gesto, pudiera ser de la de Felipe II.
Mientras con la mano derecha sujeta la manga boba (o segunda manga abierta, que caía del hombro, a modo de capa), cuya parte derecha sostiene el niño, apoya la izquierda (con aire de "poderlo" hacer y no por cansancio, inimaginable en una dama de la casa real) en el respaldo de una silla. Ello no tiene intenciones "realistas" ni de composición, sino que indica (Gállego, 1972, 2.°, II) que la dama tiene derecho a sentarse, dada su alta posición en la corte. Las damas comunes o estaban de pie o se sentaban en un almohadón, en el estrado; "dar la silla" era, en el Siglo de Oro, la pública demostración de un privilegio.
No se trata de un sillón, propio a la majestad, sino de una silla, con asiento y respaldo de baqueta sujeta con clavos, y cuya perspectiva, de arriba abajo, corresponde a lo observado a propósito del retrato de don Diego del Corral; en el de su esposa, el aumento de la silueta de la dama, cuya falda y peinado alto se acercan mucho al marco, acrecienta la apariencia de gigantismo y de altivez de esa señora, cuya boca, paradójicamente, carnosa y fresca, desmiente en parte la atenta dureza de la mirada, que no nos abandona en su vigilancia.
La calidad de esa cabeza es excelente y en sus aderezos, pendientes y cuello, se advierte la soltura infalible del pintor. Señala J. Brown (1986, pág. 140) "la sutileza con que la cabeza de la mujer se sitúa en el espacio que la rodea", gracias a "una estrecha franja de lienzo solamente imprimado", que separa los dos tonos oscuros, del cabello y del fondo. Con su mirada fija, esta noble vascongada parece mujer del temple de la madre Jerónima de la Fuente, con el mismo afán pedagógico y ejemplar.
Para Camón Aznar, sólo la cabeza, las manos, quizá el sillón y el fondo, son de Velázquez con certeza: "No creemos disparatado suponer que nos encontrarnos ante una obra de Bartolomé González retocada genialmente por Velázquez". (Camón, 1964, pág. 301).
Para Allende-Salazar los retoques serían posteriores al primer viaje de Velázquez a Italia.
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