Aunque recibe su influencia, la postura que muestra María Zambrano ante Velázquez dista de la de Ortega y Gasset. No obstante hay que decir que, como su maestro, también ella opinaba que el pintor constituía un caso excepcional en el conjunto de la pintura española, liderada, en su caso, por un artista más desconocido y de talante distinto, Francisco de Zurbarán. Se trata de un pintor que había cautivado a Zambrano desde joven, como lo demuestran los bellos párrafos que a él dedicó en su novela autobiográfica "Delirio y Destino".
A Velázquez, por el contrario, la pensadora nunca consagró ningún texto íntegro, pero sí múltiples pinceladas, dejadas caer aquí y allá, que pueden ser reunidas e interpretadas conjuntamente. Salta a la vista que todas ellas están mediatizadas por la lectura que la filósofa hizo de la obra de Zurbarán. Se puede decir por eso que es este artista el que le facilita los medios de interpretación y valoración del creador de Las Meninas, lo que quiere decir que, a la hora de analizarlo, hemos de repasar primero lo que la pensadora escribió sobre aquel otro pintor.
Existe un texto de 1965 que resulta, en este sentido, revelador. Se trata del ensayo "Francisco de Zurbarán", que, como su propio nombre indica, está dedicado en su totalidad al artista extremeño. A diferencia de lo que hemos podido comprobar en los Papeles sobre Velázquez y Goya, en este ensayo de Zambrano, se conjuga la descripción, más o menos objetiva, de los caracteres estilísticos del artista, con los datos biográficos y la valoración libre y subjetiva. Habría que decir incluso que, en algunos momentos, Zambrano se deja llevar por la emoción que, como se ha apuntado más arriba, le provoca la obra del artista, lo que le conduce a sacrificar la pretendida distancia con la que se enfrenta en principio a su obra a la sugestión personal que la contemplación estética le suscita. Tal vez sea erróneo reprender esta actitud. Como ya se ha mencionado, Zambrano también asumió esa postura frente al famoso cuadro bélico de Goya. Y es que, a diferencia de su maestro (quien, si bien se autocalificaba de ignorante en materia artística, procuraba secundar el principio filosófico de la búsqueda de la verdad), Zambrano carecía de la intención de sumar más datos de tipo histórico o artístico a la bibliografía que, a la altura de los años sesenta, existía ya sobre ese pintor. Su propósito radicaba más bien en arrojar luz sobre una obra que para ella resumía los caracteres del arte español y, en última instancia, de la idiosincrasia misma de los españoles. Y no se puede descartar además el que, al mismo tiempo, experimentara una cierta identificación con la obra intimista, cálida y religiosa de un pintor que, como los exiliados (de los que ella formaba parte y sobre los que teorizó), parecía haberse desvanecido en el olvido.
El ensayo "Francisco de Zurbarán" comienza, de hecho, con una reflexión en torno a esa lamentable desmemoria histórica y artística que ubica al pintor extremeño en el manantial secreto de los autores por descubrir. Lo curioso es que Zambrano insinúa que la desatención sufrida por el artista constituye la garantía de su superioridad. Para ella, cuanto más misterio rodee la vida o la obra de un autor, más reivindicables son sus creaciones.
Sin pretender hacer una lectura psicológica de esta reflexión, podemos afirmar que la pensadora está proyectando sobre su querido Zurbarán la experiencia personal de exiliada, que la obligó a partir en dos su trayectoria y su vida, y, en consecuencia, a renunciar demasiado pronto a una posible notoriedad. En el caso de Zurbarán, la atención no obtenida se habría reconducido, además, hacia un pintor de lo más emblemático: justamente Diego de Silva Velázquez.
Se puede decir en que Zurbarán constituye, para María Zambrano, el mejor ejemplo de ese arte religioso característicamente español que compatibiliza religión y sensualidad, esplendor divino y realidad vulgar o cotidiana. Y en función de ese paradigma, se acerca cautelosa a la disidente (por profana, fría y mental) obra de Diego de Silva Velázquez, que, a la luz de ese criterio, va a sufrir una estimación más que peculiar.
Resumiendo sus impresiones, podemos decir que la pensadora opina que Velázquez desafió los cánones zurbaranescos de la pintura española saltándose, en primer lugar, esa cercanía íntima y calurosa con la realidad.
A pesar de todo, ninguna de estas reservas supuso un inconveniente para que Zambrano apreciara positivamente la pintura de Velázquez. Lo curioso es que esta otra apreciación dependió en su caso, no de lo que lo hacía diferente, sino de lo que lo asimilaba a otros artistas españoles, en concreto, a Francisco de Zurbarán. Se podría decir, por tanto, que Velázquez sólo pudo ser objeto de admiración de Zambrano en aquellos lienzos en los que se diluía su excepcionalidad. Curiosa interpretación ésta, que ha de entenderse como una consecuencia más de la necesidad, propia del desterrado, de percibir España más como sueño que como verdad, a la manera de un todo idealizado que confiera sentido a la vida errante del exiliado. Sólo abstrayendo rasgos generales y comunes del arte, de la literatura o del carácter de la nación, puede el exiliado agarrarse, cual cabo ardiendo, a un espacio perdido que se torna más sentimental que geográfico.
El ensayo "Francisco de Zurbarán" comienza, de hecho, con una reflexión en torno a esa lamentable desmemoria histórica y artística que ubica al pintor extremeño en el manantial secreto de los autores por descubrir. Lo curioso es que Zambrano insinúa que la desatención sufrida por el artista constituye la garantía de su superioridad. Para ella, cuanto más misterio rodee la vida o la obra de un autor, más reivindicables son sus creaciones.
Sin pretender hacer una lectura psicológica de esta reflexión, podemos afirmar que la pensadora está proyectando sobre su querido Zurbarán la experiencia personal de exiliada, que la obligó a partir en dos su trayectoria y su vida, y, en consecuencia, a renunciar demasiado pronto a una posible notoriedad. En el caso de Zurbarán, la atención no obtenida se habría reconducido, además, hacia un pintor de lo más emblemático: justamente Diego de Silva Velázquez.
El artista sevillano es así entendido como el responsable de la desconsideración histórica de Zurbarán, un dato que hemos de tener en cuenta si queremos entender con justicia esta forma de apreciarlo. Concretamente, Zambrano creía que Velázquez le había arrebatado el interés a Zurbarán en virtud de su inclinación por las temáticas solemnes o grandilocuentes (reyes, infantas, célebres momentos históricos, etc.); en cambio, Zurbarán se había contentado con pintar asuntos de manifiesta sencillez. Sus enseres domésticos o sus frutas así lo demostraban. Zambrano opinaba, sin embargo, que en esa modestia radicaba su importancia y su valor, ya que su actitud democrática o piadosa hacia todos los seres indicaba que el artista era capaz de trascender lo ampuloso y avistar belleza en la simplicidad de una pieza de fruta o de un cordero dócil e inmaculado. Podríamos decir que, para ella, el valor artístico de Zurbarán radicaba en su capacidad para dignificar lo insignificante.
Precisamente, en ese ejercicio de ennoblecimiento de la realidad vulgar tenía mucho que decir su estilo realista o naturalista. A diferencia de Ortega, a Zambrano le interesaba este estilo porque lo consideraba un acto de sinceridad y de reconocimiento o legitimación de todas las cosas. Pensemos que se trata de lo contrario que practica la pintura italiana del Renacimiento tal y como la describe Ortega, es decir, como una búsqueda de la belleza y, por tanto, como una negación de la realidad. El realismo, en cambio, afirma las cosas, y lo hace en todo su esplendor. Zurbarán practicaría ese alegato con los temas divinos y humanos, consiguiendo, según interpreta la pensadora, divinizar el mundo o santificar la realidad. De ahí el interés que suscita en Zambrano, defensora, desde joven, del materialismo y del realismo españoles entendidos como estilo, forma de vida o práctica artística piadosa y conmiserativa con todo género de realidad; y escrutadora, al mismo tiempo, de una relación amistosa entre lo sensible y lo religioso.
Se puede decir en que Zurbarán constituye, para María Zambrano, el mejor ejemplo de ese arte religioso característicamente español que compatibiliza religión y sensualidad, esplendor divino y realidad vulgar o cotidiana. Y en función de ese paradigma, se acerca cautelosa a la disidente (por profana, fría y mental) obra de Diego de Silva Velázquez, que, a la luz de ese criterio, va a sufrir una estimación más que peculiar.
Resumiendo sus impresiones, podemos decir que la pensadora opina que Velázquez desafió los cánones zurbaranescos de la pintura española saltándose, en primer lugar, esa cercanía íntima y calurosa con la realidad.
Según Zambrano, su pintura proyectaba sobre el espectador una "objetividad casi helada" que la acercaba a los sueños más que a lo real. Pero, en segundo lugar, su obra infringía uno de los rasgos más insobornables de la pintura española, su carácter religioso, pues, a excepción del Cristo crucificado, exteriorizaba una extraña delectación en lo profano. Velázquez constituía, por tanto, también para Zambrano, aunque por motivos bien distintos, una auténtica excepción.
A pesar de todo, ninguna de estas reservas supuso un inconveniente para que Zambrano apreciara positivamente la pintura de Velázquez. Lo curioso es que esta otra apreciación dependió en su caso, no de lo que lo hacía diferente, sino de lo que lo asimilaba a otros artistas españoles, en concreto, a Francisco de Zurbarán. Se podría decir, por tanto, que Velázquez sólo pudo ser objeto de admiración de Zambrano en aquellos lienzos en los que se diluía su excepcionalidad. Curiosa interpretación ésta, que ha de entenderse como una consecuencia más de la necesidad, propia del desterrado, de percibir España más como sueño que como verdad, a la manera de un todo idealizado que confiera sentido a la vida errante del exiliado. Sólo abstrayendo rasgos generales y comunes del arte, de la literatura o del carácter de la nación, puede el exiliado agarrarse, cual cabo ardiendo, a un espacio perdido que se torna más sentimental que geográfico.
La España soñada del 98 despierta de su letargo a hombros del exiliado. Y así, en la obra de Velázquez, Zambrano encuentra finalmente un aspecto que no contradice las características de la escuela española tradicional y, lo que resulta más importante, permite que el artista sevillano se convierta, con igual legitimidad que Zurbarán, en trasunto del pintor típicamente español.
En opinión de la pensadora, a pesar de haber subestimado el carácter táctil al tiempo que religioso de la pintura española, en algunos de sus lienzos, es posible apreciar una especie de aura santificadora, que, sin ser idealista, sin buscar la belleza, se "insinúa", como en Zurbarán, en la forma de representar los rostros y las cosas más sencillas y vulgares. Zambrano se refería a sus Dioses paganos, refulgentes en su sencillez pese a carecer de signo alguno de su divinidad. Y se refería también a la santidad que exhalaban las cosas insignificantes, como el famoso tazón de vino que comparte protagonismo con los dioses en el cuadro conocido popularmente como Los Borrachos.
Pero, si había una serie de lienzos en los que este rasgo más sobresalía, esa no era tanto la mitológica como la que Velázquez dedicó a los enanos y bufones de la corte. De todo los que pintó, el que más interesó a Zambrano es el Niño de Vallecas.
Pero, si había una serie de lienzos en los que este rasgo más sobresalía, esa no era tanto la mitológica como la que Velázquez dedicó a los enanos y bufones de la corte. De todo los que pintó, el que más interesó a Zambrano es el Niño de Vallecas.
Desde su perspectiva, Velázquez pintó un personaje, susceptible incluso de identificar con la abstracción topográfica del exiliado, que se caracterizaba por aparecer en un no-lugar que aparentaba carecer de razones, pero que a cambio lograba, con esa negación de las circunstancias, mostrar al personaje en su más íntegra verdad. En ello radicaba la maestría, compartida con el artista de Fuente de Cantos, de Velázquez, un pintor (ahora sí) que resultaba excepcional por haber sacrificado su excepcionalidad, por borrar su personalidad artística para dignificar y santificar, cual pintor genuinamente español, lo más nimio e insignificante.
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